miércoles, 31 de julio de 2013

Nuestra Elevada Vocación.


“Santos, siempre más santos”

Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación.
1 Tesalonicenses 4:3.

Nuestra santificación es el objeto que Dios busca en todo su trato con nosotros. Nos ha elegido desde la eternidad para que fuéramos santos. Cristo se dió a sí mismo para lograr nuestra redención, para que mediante la fe en su poder para salvar del pecado pudiéramos ser hechos completos en él.

Como cristianos hemos prometido cumplir la responsabilidad que nos ha encomendado, y mostrar al mundo que estamos en una estrecha relación con Dios. Así Cristo puede ser representado y honrado mediante las buenas palabras y las obras de sus discípulos.

Dios espera de nosotros una perfecta obediencia a su ley. Esta ley es el eco de su voz que nos dice: Santos, sí, siempre más santos. Desead la plenitud de la gracia de Cristo, sí, anhelad—sentid hambre y sed—la justicia. La promesa es: “Y os hartaréis”. Que vuestro corazón se llene del anhelo de su justicia.
Dios ha declarado llanamente que espera que seamos perfectos, y debido a que espera esto, él ha hecho provisión para que seamos participantes de la naturaleza divina. Únicamente así tendremos éxito en la lucha por la vida eterna. Se concede poder mediante Cristo. “Mas a todos los que le recibieron, dióles potestad de ser hechos hijos de Dios, a los que creen en su nombre”. Juan 1:12.

El pueblo de Dios debe reflejar ante el mundo los brillantes rayos de su gloria. Pero a fin de hacer esto, deben colocarse donde estos rayos puedan iluminarlos. Deben cooperar con Dios. El corazón debe ser limpiado de todo lo que conduce al mal. La Palabra de Dios debe estudiarse con un sincero deseo de obtener de ella poder espiritual. El Pan del cielo debe comerse y asimilarse hasta que llegue a ser una parte de la vida. Así obtenemos la vida eterna. Así se contesta la oración de Cristo: “Santifícalos en tu verdad: tu palabra es verdad”. Juan 17:17.

“Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación”. ¿Es vuestra voluntad que vuestros deseos e inclinaciones sean puestos en armonía con la mente divina?—The Review and Herald, 28 de enero de 1904.

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