lunes, 29 de septiembre de 2014

El servicio abnegado produce gozo tanto a Cristo como a nosotros.


No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos. Gálatas 6:9.
En esta vida, el trabajo que hacemos por Dios parece a menudo casi infructuoso. Nuestros esfuerzos para hacer el bien pueden ser fervientes y perseverantes, sin que podamos ver sus resultados. El esfuerzo puede parecernos perdido. Pero el Salvador nos asegura que nuestra obra queda anotada en el cielo, y que la recompensa no puede faltar... En las palabras del salmista leemos: “Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas”. Salmos 126:6.
Aunque la gran recompensa final se dará cuando Cristo venga, el servicio fiel hecho de todo corazón para Dios reporta una recompensa aun en esta vida. El obrero tendrá que afrontar obstáculos, oposición y amargos desalientos y descorazonamientos. Tal vez no vea los frutos de su labor. Pero aun con todo eso encuentra en su labor una bienaventurada recompensa.
Todos los que se entregan a Dios en un servicio abnegado por la humanidad están cooperando con el Señor de gloria. Este pensamiento dulcifica toda labor, fortalece la voluntad, sostiene el ánimo para cuanto haya de acontecer. Trabajando con corazón abnegado, ennoblecido por ser participantes de los padecimientos de Cristo, y compartiendo su simpatía, contribuyen a aumentar su gozo, y reportan honor y alabanza a su exaltado nombre.
En comunión con Dios, con Cristo y con los santos ángeles, están rodeados por una atmósfera celestial, una atmósfera que da salud al cuerpo, vigor al intelecto y gozo al alma.
Todos los que consagran cuerpo, alma y espíritu al servicio de Dios, estarán recibiendo constantemente una nueva dotación de fuerza física, mental y espiritual. Las inagotables bendiciones del cielo están a su disposición. Cristo les da el aliento de su propio espíritu, la vida de su propia vida. El Espíritu Santo pone a trabajar sus más elevadas energías en el corazón y la mente.—Obreros Evangélicos, 529, 530.

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