lunes, 17 de noviembre de 2014

En cada situación Jesús da bendiciones oportunas.


¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío. Salmos 42:11.
Hemos aprendido, en medio de las oscuras providencias, que no es sabio seguir nuestro propio camino, ni hacer conjeturas y reflexiones acerca de la fidelidad de Dios. Creo que podemos simpatizar entre nosotras y entendernos. Nos ha unido la gracia de nuestro Señor Jesucristo, y nos han unido lazos sagrados nacidos en la aflicción...
A menudo las misericordias vienen disfrazadas de aflicciones; no podemos saber lo que hubiera ocurrido sin ellas. Cuando Dios, en su misteriosa providencia, cambia nuestros planes y torna nuestro gozo en tristeza, debemos inclinarnos en sumisión y decir: “Sea hecha tu voluntad, Señor”. Debemos mantener una calmada confianza en Aquel que nos ama y dio su vida por nosotros. “De día mandará Jehová su misericordia, y de noche su cántico estará conmigo, y mi oración al Dios de mi vida. Diré a Dios: Roca mía, ¿por qué te has olvidado de mí? ¿Por qué andaré yo enlutado por la opresión del enemigo?” Salmos 42:8, 9...
El Señor contempla nuestras aflicciones; con su gracia las reparte y discrimina sabiamente. Como un orfebre vigila el fuego hasta que la purificación se complete. El horno es para purificar y refinar, no para consumir y destruir. Los que confían en él podrán alabar sus misericordias aun en medio de sus juicios.
El Señor siempre está vigilando para impartir, cuando más se las necesite, nuevas y frescas bendiciones: fuerza en el tiempo de debilidad; socorro en la hora de peligro; amigos en tiempos de soledad; simpatía, divina y humana, en tiempos de tristeza.
Estamos en camino al hogar. Aquel que nos amó tanto como para morir por nosotros, también nos ha preparado una ciudad. La Nueva Jerusalén es nuestro hogar de descanso; y no hay tristezas en la ciudad de Dios; ni siquiera un lamento. No se escucharán endechas por causa de esperanzas quebrantadas o afectos sepultados.—Hijos e Hijas de Dios, 237, 238.

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