Cuando los que honran la ley de Dios hayan sido privados de la protección de las
leyes humanas, empezará en varios países un movimiento simultáneo para
destruirlos. Conforme vaya acercándose el tiempo señalado en el decreto,
el pueblo conspirará para extirpar la secta aborrecida. Se convendrá en
dar una noche el golpe decisivo, que reducirá completamente al silencio
la voz disidente y reprensora.
El pueblo de Dios—algunos en las celdas de las
cárceles, otros escondidos en ignorados escondrijos de bosques y
montañas—invocan aún la protección divina, mientras que por todas partes
compañías de hombres armados, instigados por legiones de ángeles malos,
se disponen a emprender la obra de muerte. Entonces, en la hora de
supremo apuro, es cuando el Dios de Israel intervendrá para librar a sus
escogidos. El Señor dice: “Vosotros tendréis canción, como en noche en
que se celebra pascua; y alegría de corazón, como el que va ... al monte
de Jehová, al Fuerte de Israel. Y Jehová hará oír su voz potente, y
hará ver el descender de su brazo, con furor de rostro, y llama de fuego
consumidor; con dispersión, con avenida, y piedra de granizo.” Isaías 30:29, 30.
Multitudes
de hombres perversos, profiriendo gritos de triunfo, burlas e
imprecaciones, están a punto de arrojarse sobre su presa, cuando de
pronto densas tinieblas, más sombrías que la obscuridad de la noche caen
sobre la tierra. Luego un arco iris, que refleja la gloria del trono de
Dios, se extiende de un lado a otro del cielo, y parece envolver a
todos los grupos en oración. Las multitudes encolerizadas
se sienten contenidas en el acto. Sus gritos de burla expiran en sus
labios. Olvidan el objeto de su ira sanguinaria. Con terribles
presentimientos contemplan el símbolo de la alianza divina, y ansían ser amparadas de su deslumbradora claridad.
Los
hijos de Dios oyen una voz clara y melodiosa que dice: “Enderezaos,” y,
al levantar la vista al cielo, contemplan el arco de la promesa. Las
nubes negras y amenazadoras que cubrían el firmamento se han
desvanecido, y como Esteban, clavan la mirada en el cielo, y ven la
gloria de Dios y al Hijo del hombre sentado en su trono. En su divina
forma distinguen los rastros de su humillación, y oyen brotar de sus
labios la oración dirigida a su Padre y a los santos ángeles: “Yo quiero
que aquellos también que me has dado, estén conmigo en donde yo estoy.”
Juan 17:24 (VM).
Luego se oye una voz armoniosa y triunfante, que dice: “¡Helos aquí!
¡Helos aquí! santos, inocentes e inmaculados. Guardaron la palabra de mi
paciencia y andarán entre los ángeles;” y de los labios pálidos y
trémulos de los que guardaron firmemente la fe, sube una aclamación de
victoria.
Es
a medianoche cuando Dios manifiesta su poder para librar a su pueblo.
Sale el sol en todo su esplendor. Sucédense señales y prodigios con
rapidez. Los malos miran la escena con terror y asombro, mientras los
justos contemplan con gozo las señales de su liberación. La
naturaleza entera parece trastornada. Los ríos dejan de correr. Nubes
negras y pesadas se levantan y chocan unas con otras. En medio de los
cielos conmovidos hay un claro de gloria indescriptible, de donde baja
la voz de Dios semejante al ruido de muchas aguas, diciendo: “Hecho es.”
Apocalipsis 16:17.
Esa
misma voz sacude los cielos y la tierra. Síguese un gran terremoto,
“cual no fué jamás desde que los hombres han estado sobre la tierra.” Vers. 18.
El firmamento parece abrirse y cerrarse. La gloria del trono de Dios
parece cruzar la atmósfera. Los montes son movidos como una caña al
soplo del viento, y las rocas quebrantadas se esparcen por
todos lados. Se oye un estruendo como de cercana tempestad. El mar es
azotado con furor. Se oye el silbido del huracán, como voz de demonios en misión de destrucción. Toda la tierra se alborota e hincha como las
olas del mar. Su superficie se raja. Sus mismos fundamentos parecen
ceder. Se hunden cordilleras. Desaparecen islas habitadas. Los puertos
marítimos que se volvieron como Sodoma por su corrupción, son tragados
por las enfurecidas olas. “La grande Babilonia vino en memoria delante de Dios, para darle el cáliz del vino del furor de su ira.” Vers. 19. Pedrisco grande, cada piedra, “como del peso de un talento” (Vers. 21), hace su obra de destrucción. Las más soberbias ciudades
de la tierra son arrasadas. Los palacios suntuosos en que los magnates
han malgastado sus riquezas en provecho de su gloria personal, caen en
ruinas ante su vista. Los muros de las cárceles se parten de arriba abajo, y son libertados los hijos de Dios que habían sido apresados por su fe.
Los
sepulcros se abren, y “muchos de los que duermen en el polvo de la
tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y
confusión perpetua.” Daniel 12:2.
Todos los que murieron en la fe del mensaje del tercer ángel, salen
glorificados de la tumba, para oír el pacto de paz que Dios hace con los
que guardaron su ley. “Los que le traspasaron” (Apocalipsis 1:7),
los que se mofaron y se rieron de la agonía de Cristo y los enemigos
más acérrimos de su verdad y de su pueblo, son resucitados para mirarle
en su gloria y para ver el honor con que serán recompensados los fieles y
obedientes.
Densas
nubes cubren aún el firmamento; sin embargo el sol se abre paso de vez
en cuando, como si fuese el ojo vengador de Jehová. Fieros relámpagos
rasgan el cielo con fragor, envolviendo a la tierra en claridad de
llamaradas. Por encima del ruido aterrador de los truenos, se oyen voces
misteriosas y terribles que anuncian la condenación de los impíos. No
todos entienden las palabras pronunciadas; pero los falsos maestros las comprenden perfectamente. Los que poco antes eran tan temerarios, jactanciosos y provocativos, y que tanto triunfaban
al ensañarse en el pueblo de Dios observador de sus mandamientos, se
sienten presa de consternación y tiemblan de terror. Sus llantos dominan
el ruido de los elementos. Los demonios confiesan la divinidad de
Cristo y tiemblan ante su poder, mientras que los hombres claman por
misericordia y se revuelcan en terror abyecto.
Al
considerar el día de Dios en santa visión, los antiguos profetas
exclamaron: “Aullad, porque cerca está el día de Jehová; vendrá como
asolamiento del Todopoderoso.” “Métete en la piedra, escóndete en el
polvo, de la presencia espantosa de Jehová y del resplandor de su
majestad. La altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia
de los hombres será humillada; y Jehová solo será ensalzado en aquel
día. Porque día de Jehová de los ejércitos vendrá sobre todo soberbio y
altivo, y sobre todo ensalzado; y será abatido.” “Aquel día arrojará el
hombre, a los topos y murciélagos, sus ídolos de plata y sus ídolos de
oro, que le hicieron para que adorase; y se entrarán en las hendiduras de las rocas y en las cavernas de las peñas, por la presencia formidable de Jehová, y por el resplandor de su majestad, cuando se levantare para herir la tierra.” Isaías 13:6; 2:10-12; 2:20, 21.
Por un desgarrón de las
nubes una estrella arroja rayos de luz cuyo brillo queda cuadruplicado
por el contraste con la obscuridad. Significa esperanza y júbilo para
los fieles, pero severidad para los transgresores de la ley de Dios. Los
que todo lo sacrificaron por Cristo están entonces seguros, como
escondidos en los pliegues del pabellón de Dios. Fueron probados, y ante
el mundo y los despreciadores de la verdad demostraron su fidelidad a
Aquel que murió por ellos. Un cambio maravilloso se ha realizado en
aquellos que conservaron su integridad ante la misma muerte. Han sido
librados como por ensalmo de la sombría y terrible tiranía de los
hombres vueltos demonios. Sus semblantes, poco antes tan pálidos, tan
llenos de ansiedad y tan macilentos, brillan ahora de admiración, fe y
amor. Sus voces se elevan en canto triunfal: “Dios es nuestro refugio y fortaleza; socorro muy bien experimentado en las angustias. Por tanto no temeremos aunque la tierra sea conmovida, y aunque las montañas se trasladen al centro de los mares; aunque bramen y se turben sus aguas, aunque tiemblen las montañas a causa de su bravura.” Salmos 46:1-3 (VM).
Mientras estas palabras de santa confianza se elevan hacia Dios, las
nubes se retiran, y el cielo estrellado brilla con esplendor
indescriptible en contraste con el firmamento negro y severo en ambos
lados. La magnificencia de la ciudad celestial rebosa por las
puertas entreabiertas. Entonces aparece en el cielo una mano que
sostiene dos tablas de piedra puestas una sobre otra. El profeta dice:
“Denunciarán los cielos su justicia; porque Dios es el juez.” Salmos 50:6.
Esta ley santa, justicia de Dios, que entre truenos y llamas fué
proclamada desde el Sinaí como guía de la vida, se revela ahora a los
hombres como norma del juicio. La mano abre las tablas en las cuales se ven los preceptos del Decálogo inscritos como con letras de fuego. Las palabras son tan distintas que todos pueden leerlas. La memoria se despierta, las tinieblas de la superstición y de la herejía desaparecen de todos los espíritus, y las
diez palabras de Dios, breves, inteligibles y llenas de autoridad, se
presentan a la vista de todos los habitantes de la tierra.
Es
imposible describir el horror y la desesperación de aquellos que
pisotearon los santos preceptos de Dios. El Señor les había dado su ley
con la cual hubieran podido comparar su carácter y ver sus defectos
mientras que había aún oportunidad para arrepentirse y reformarse; pero
con el afán de asegurarse el favor del mundo, pusieron a un lado los
preceptos de la ley y enseñaron a otros a transgredirlos. Se empeñaron
en obligar al pueblo de Dios a que profanase su sábado. Ahora los
condena aquella misma ley que despreciaran. Ya echan de ver que no
tienen disculpa. Eligieron a quién querían servir y adorar. “Entonces
vosotros volveréis, y echaréis de ver la diferencia que hay entre el
justo y el injusto; entre aquel que sirve a Dios, y aquel que no le
sirve.” Malaquías 3:18 (VM).
Los
enemigos de la ley de Dios, desde los ministros hasta el más
insignificante entre ellos, adquieren un nuevo concepto de lo que es la
verdad y el deber. Reconocen demasiado tarde que el día de reposo del
cuarto mandamiento es el sello del Dios vivo. Ven demasiado tarde la
verdadera naturaleza de su falso día de reposo y el fundamento arenoso
sobre el cual construyeron. Se dan cuenta de que han estado luchando
contra Dios. Los maestros de la religión condujeron las almas a la perdición mientras profesaban guiarlas hacia las
puertas del paraíso. No se sabrá antes del día del juicio final cuán
grande es la responsabilidad de los que desempeñan un cargo sagrado, y
cuán terribles son los resultados de su infidelidad. Sólo en la
eternidad podrá apreciarse debidamente la pérdida de una sola alma.
Terrible será la suerte de aquel a quien Dios diga: Apártate, mal
servidor.
Desde
el cielo se oye la voz de Dios que proclama el día y la hora de la
venida de Jesús, y promulga a su pueblo el pacto eterno. Sus palabras
resuenan por la tierra como el estruendo de los más estrepitosos
truenos. El Israel de Dios escucha con los ojos elevados al cielo. Sus
semblantes se iluminan con la gloria divina y brillan cual brillara el
rostro de Moisés cuando bajó del Sinaí. Los malos no los pueden mirar. Y
cuando la bendición es pronunciada sobre los que honraron a Dios
santificando su sábado, se oye un inmenso grito de victoria.
Pronto
aparece en el este una pequeña nube negra, de un tamaño como la mitad
de la palma de la mano. Es la nube que envuelve al Salvador y que a la
distancia parece rodeada de obscuridad. El pueblo de Dios sabe que es la
señal del Hijo del hombre. En silencio solemne la contemplan mientras
va acercándose a la tierra, volviéndose más luminosa y más gloriosa
hasta convertirse en una gran nube blanca, cuya base es como fuego
consumidor, y sobre ella el arco iris del pacto. Jesús marcha al frente
como un gran conquistador. Ya no es “varón de dolores,” que haya de
beber el amargo cáliz de la ignominia y de la maldición; victorioso en
el cielo y en la tierra, viene a
juzgar a vivos y muertos. “Fiel y veraz,” “en justicia juzga y hace
guerra.” “Y los ejércitos que están en el cielo le seguían.” Apocalipsis 19:11, 14 (VM).
Con cantos celestiales los santos ángeles, en inmensa e innumerable
muchedumbre, le acompañan en el descenso. El firmamento parece lleno de
formas radiantes,—“millones de millones, y millares de millares.”
Ninguna pluma humana puede describir la escena, ni mente mortal alguna
es capaz de concebir su esplendor. “Su gloria cubre los cielos, y la
tierra se llena de su alabanza. También su resplandor es como el fuego.”
Habacuc 3:3, 4 (VM).
A medida que va acercándose la nube viviente, todos los ojos ven al
Príncipe de la vida. Ninguna corona de espinas hiere ya sus sagradas
sienes, ceñidas ahora por gloriosa diadema. Su rostro brilla más que la
luz deslumbradora del sol de mediodía. “Y en su vestidura y en su muslo
tiene escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de señores.” Apocalipsis 19:16.
Ante
su presencia, “hanse tornado pálidos todos los rostros;” el terror de
la desesperación eterna se apodera de los que han rechazado la
misericordia de Dios. “Se deslíe el corazón, y se baten las rodillas, ... y palidece el rostro de todos.” Jeremías 30:6; Nahúm 2:10 (VM).
Los justos gritan temblando: “¿Quién podrá estar firme?” Termina el
canto de los ángeles, y sigue un momento de silencio aterrador. Entonces
se oye la voz de Jesús, que dice: “¡Bástaos mi gracia!” Los rostros de
los justos se iluminan y el corazón de todos se llena de gozo. Y los
ángeles entonan una melodía más elevada, y vuelven a cantar al acercarse
aún más a la tierra.
El
Rey de reyes desciende en la nube, envuelto en llamas de fuego. El
cielo se recoge como un libro que se enrolla, la tierra tiembla ante su
presencia, y todo monte y toda isla se mueven de sus lugares. “Vendrá
nuestro Dios, y no callará: fuego consumirá delante de él, y en derredor
suyo habrá tempestad grande. Convocará a los cielos de arriba, y a la
tierra, para juzgar a su pueblo.” Salmos 50:3, 4.
“Y los reyes de la tierra, y los príncipes, y los ricos, y los capitanes, y los fuertes, y todo siervo y todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y decían a los montes y a las
peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos de la cara de aquel que está
sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero: porque el gran día de
su ira es venido; ¿y quién podrá estar firme?” Apocalipsis 6:15-17.
Cesaron las burlas. Callan los labios mentirosos. El choque de las armas y el tumulto de la batalla, “con revolcamiento de vestidura en sangre” (Isaías 9:5), han concluído. Sólo se oyen ahora voces de oración, llanto y lamentación. De las
bocas que se mofaban poco antes, estalla el grito: “El gran día de su
ira es venido; ¿y quién podrá estar firme?” Los impíos piden ser
sepultados bajo las rocas de las montañas, antes que ver la cara de Aquel a quien han despreciado y rechazado.
Conocen
esa voz que penetra hasta el oído de los muertos. ¡Cuántas veces sus
tiernas y quejumbrosas modulaciones no los han llamado al
arrepentimiento! ¡Cuántas veces no ha sido oída en las
conmovedoras exhortaciones de un amigo, de un hermano, de un Redentor!
Para los que rechazaron su gracia, ninguna otra podría estar tan llena
de condenación ni tan cargada de acusaciones, como esta voz que tan a
menudo exhortó con estas palabras: “Volveos, volveos de vuestros caminos
malos, pues ¿por qué moriréis?” Ezequiel 33:11 (VM).
¡Oh, si sólo fuera para ellos la voz de un extraño! Jesús dice: “Por
cuanto llamé, y no quisisteis; extendí mi mano, y no hubo quien
escuchase; antes desechasteis todo consejo mío, y mi reprensión no
quisisteis.” Proverbios 1:24, 25.
Esa voz despierta recuerdos que ellos quisieran borrar, de avisos
despreciados, invitaciones rechazadas, privilegios desdeñados.
Allí están los que se mofaron de Cristo en su humillación. Con fuerza penetrante acuden a su mente las
palabras del Varón de dolores, cuando, conjurado por el sumo sacerdote,
declaró solemnemente: “Desde ahora habéis de ver al Hijo del hombre
sentado a la diestra de la potencia de Dios, y que viene en las nubes del cielo.” Mateo 26:64. Ahora le ven en su gloria, y deben verlo aún sentado a la diestra del poder divino.
Los
que pusieron en ridículo su aserto de ser el Hijo de Dios enmudecen
ahora. Allí está el altivo Herodes que se burló de su título real y
mandó a los soldados escarnecedores que le coronaran. Allí están los
hombres mismos que con manos impías pusieron sobre su cuerpo el manto de
grana, sobre sus sagradas sienes la corona de espinas y en su dócil
mano un cetro burlesco, y se inclinaron ante él con burlas de blasfemia.
Los hombres que golpearon y escupieron al Príncipe de la vida, tratan
de evitar ahora su mirada penetrante y de huir de la gloria abrumadora
de su presencia. Los que atravesaron con clavos sus manos y sus pies,
los soldados que le abrieron el costado, consideran esas señales con
terror y remordimiento.
Los
sacerdotes y los escribas recuerdan los acontecimientos del Calvario
con claridad aterradora. Llenos de horror recuerdan cómo, moviendo sus
cabezas con arrebato satánico, exclamaron: “A otros salvó, a sí mismo no
puede salvar: si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y
creeremos en él. Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere.” Mateo 27:42, 43.
Recuerdan
a lo vivo la parábola de los labradores que se negaron a entregar a su
señor los frutos de la viña, que maltrataron a sus siervos y mataron a
su hijo. También recuerdan la sentencia que ellos mismos pronunciaron:
“A los malos destruirá miserablemente” el señor de la viña. Los
sacerdotes y escribas ven en el pecado y en el castigo de aquellos malos
labradores su propia conducta y su propia y merecida suerte. Y entonces
se levanta un grito de agonía mortal. Más fuerte que los gritos de
“¡Sea crucificado! ¡Sea crucificado!” que resonaron por las
calles de Jerusalén, estalla el clamor terrible y desesperado: “¡Es el
Hijo de Dios! ¡Es el verdadero Mesías!” Tratan de huir de la presencia
del Rey de reyes. En vano tratan de esconderse en las hondas cuevas de la tierra desgarrada por la conmoción de los elementos.
En la vida de todos los que rechazan la verdad, hay momentos en que la conciencia se despierta, en que la memoria evoca
el recuerdo aterrador de una vida de hipocresía, y el alma se siente
atormentada de vanos pesares. Mas ¿qué es eso comparado con el
remordimiento que se experimentará aquel día “cuando viniere cual
huracán vuestro espanto, y vuestra calamidad, como torbellino”? Proverbios 1:27 (VM).
Los que habrían querido matar a Cristo y a su pueblo fiel son ahora
testigos de la gloria que descansa sobre ellos. En medio de su terror
oyen las voces de los santos que exclaman en unánime júbilo: “¡He aquí éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará!” Isaías 25:9.
Entre las oscilaciones de la tierra, las
llamaradas de los relámpagos y el fragor de los truenos, el Hijo de
Dios llama a la vida a los santos dormidos. Dirige una mirada a las tumbas de los justos, y levantando luego las
manos al cielo, exclama: “¡Despertaos, despertaos, despertaos, los que
dormís en el polvo, y levantaos!” Por toda la superficie de la tierra,
los muertos oirán esa voz; y los que la oigan vivirán. Y toda la tierra
repercutirá bajo las pisadas de la multitud extraordinaria de todas las
naciones, tribus, lenguas y pueblos. De la prisión de la muerte sale
revestida de gloria inmortal gritando: “¿Dónde está, oh muerte, tu
aguijón? ¿dónde, oh sepulcro, tu victoria?” 1 Corintios 15:55. Y los justos vivos unen sus voces a las de los santos resucitados en prolongada y alegre aclamación de victoria.
Todos
salen de sus tumbas de igual estatura que cuando en ellas fueran
depositados. Adán, que se encuentra entre la multitud resucitada, es de
soberbia altura y formas majestuosas, de porte poco inferior al del Hijo
de Dios. Presenta un contraste notable con los hombres de las
generaciones posteriores; en este respecto se nota la gran degeneración
de la raza humana. Pero todos se levantan con la lozanía y el vigor de
eterna juventud. Al principio, el hombre fué creado a la semejanza de
Dios, no sólo en carácter, sino también en lo que se refiere a la forma y
a la fisonomía. El pecado borró e hizo desaparecer casi por completo la
imagen divina; pero
Cristo vino a restaurar lo que se había malogrado. El transformará
nuestros cuerpos viles y los hará semejantes a la imagen de su cuerpo
glorioso. La forma mortal y corruptible, desprovista de gracia, manchada
en otro tiempo por el pecado, se vuelve perfecta, hermosa e inmortal.
Todas las imperfecciones y deformidades quedan en la tumba.
Reintegrados en su derecho al árbol de la vida, en el desde tanto
tiempo perdido Edén, los redimidos crecerán hasta alcanzar la estatura
perfecta de la raza humana en su gloria primitiva. Las
últimas señales de la maldición del pecado serán quitadas, y los fieles
discípulos de Cristo aparecerán en “la hermosura de Jehová nuestro
Dios,” reflejando en espíritu, cuerpo y alma la imagen perfecta de su
Señor. ¡Oh maravillosa redención, tan descrita y tan esperada,
contemplada con anticipación febril, pero jamás enteramente comprendida!
Los
justos vivos son mudados “en un momento, en un abrir de ojo.” A la voz
de Dios fueron glorificados; ahora son hechos inmortales, y juntamente
con los santos resucitados son arrebatados para recibir a Cristo su
Señor en los aires. Los ángeles “juntarán sus escogidos de los cuatro
vientos, de un cabo del cielo hasta el otro.” Santos ángeles llevan
niñitos a los brazos de sus madres. Amigos, a quienes la muerte tenía
separados desde largo tiempo, se reúnen para no separarse más, y con
cantos de alegría suben juntos a la ciudad de Dios.
En cada lado del carro nebuloso hay alas, y debajo de ellas, ruedas vivientes; y mientras el carro asciende las ruedas gritan: “¡Santo!” y las
alas, al moverse, gritan: “¡Santo!” y el cortejo de los ángeles
exclama: “¡Santo, santo, santo, es el Señor Dios, el Todopoderoso!” Y
los redimidos exclaman: “¡Aleluya!” mientras el carro se adelanta hacia
la nueva Jerusalén.
Antes de entrar en la ciudad de Dios, el Salvador confiere a sus discípulos los emblemas de la victoria, y los cubre con las insignias de su dignidad real. Las
huestes resplandecientes son dispuestas en forma de un cuadrado hueco
en derredor de su Rey, cuya majestuosa estatura sobrepasa en mucho a la
de los santos y de los
ángeles, y cuyo rostro irradia amor benigno sobre ellos. De un cabo a
otro de la innumerable hueste de los redimidos, toda mirada está fija en
él, todo ojo contempla la gloria de Aquel cuyo aspecto fué desfigurado
“más que el de cualquier hombre, y su forma más que la de los hijos de
Adam.”
Sobre
la cabeza de los vencedores, Jesús coloca con su propia diestra la
corona de gloria. Cada cual recibe una corona que lleva su propio
“nombre nuevo” (Apocalipsis 2:17),
y la inscripción: “Santidad a Jehová.” A todos se les pone en la mano
la palma de la victoria y el arpa brillante. Luego que los ángeles que
mandan dan la nota, todas las manos tocan con maestría las cuerdas de las
arpas, produciendo dulce música en ricos y melodiosos acordes. Dicha
indecible estremece todos los corazones, y cada voz se eleva en
alabanzas de agradecimiento. “Al que nos amó, y nos ha lavado de
nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reyes y sacerdotes para
Dios y su Padre; a él sea gloria e imperio para siempre jamás.” Apocalipsis 1:5, 6.
Delante de la multitud de los redimidos se encuentra la ciudad santa. Jesús abre ampliamente las puertas de perla, y entran por ellas las
naciones que guardaron la verdad. Allí contemplan el paraíso de Dios,
el hogar de Adán en su inocencia. Luego se oye aquella voz, más
armoniosa que cualquier música que haya acariciado jamás el oído de los
hombres, y que dice: “Vuestro conflicto ha terminado.” “Venid, benditos
de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación
del mundo.”
Entonces
se cumple la oración del Salvador por sus discípulos: “Padre, aquellos
que me has dado, quiero que donde yo estoy, ellos estén también
conmigo.” A aquellos a quienes rescató con su sangre, Cristo los
presenta al Padre “delante de su gloria irreprensibles, con grande
alegría” (Judas 24, VM),
diciendo: “¡Heme aquí a mí, y a los hijos que me diste!” “A los que me
diste, yo los guardé.” ¡Oh maravillas del amor redentor! ¡qué dicha
aquella cuando el Padre eterno,
al ver a los redimidos verá su imagen, ya desterrada la discordia del
pecado y sus manchas quitadas, y a lo humano una vez más en armonía con
lo divino!
Con amor inexpresable, Jesús admite a sus fieles “en el gozo de su Señor.” El Salvador se regocija al ver en el reino de gloria las
almas que fueron salvadas por su agonía y humillación. Y los redimidos
participarán de este gozo, al contemplar entre los bienvenidos a
aquellos a quienes ganaron para Cristo por sus oraciones, sus trabajos y
sacrificios de amor. Al reunirse en torno del gran trono blanco,
indecible alegría llenará sus corazones cuando noten a aquellos a
quienes han conquistado para Cristo, y vean que uno ganó a otros, y
éstos a otros más, para ser todos llevados al puerto de descanso donde
depositarán sus coronas a los pies de Jesús y le alabarán durante los
siglos sin fin de la eternidad.
En
esta vida, podemos apenas empezar a comprender el tema maravilloso de
la redención. Con nuestra inteligencia limitada podemos considerar con
todo fervor la ignominia y la gloria, la vida y la muerte, la justicia y
la misericordia que se tocan en la cruz; pero ni con la mayor tensión
de nuestras facultades mentales llegamos a comprender todo su
significado. La largura y anchura, la profundidad y altura del amor
redentor se comprenden tan sólo confusamente. El plan de la redención no
se entenderá por completo ni siquiera cuando los rescatados vean como
serán vistos ellos mismos y conozcan como serán conocidos; pero a través
de las edades sin fin, nuevas verdades se desplegarán continuamente ante la mente admirada y deleitada. Aunque las aflicciones, las penas y las
tentaciones terrenales hayan concluído, y aunque la causa de ellas haya
sido suprimida, el pueblo de Dios tendrá siempre un conocimiento claro e
inteligente de lo que costó su salvación.
La
cruz de Cristo será la ciencia y el canto de los redimidos durante toda
la eternidad. En el Cristo glorificado, contemplarán al Cristo
crucificado. Nunca olvidarán que Aquel cuyo poder creó los mundos
innumerables y los sostiene a través de
la inmensidad del espacio, el Amado de Dios, la Majestad del cielo,
Aquel a quien los querubines y los serafines resplandecientes se
deleitan en adorar—se humilló para levantar al hombre caído; que llevó
la culpa y el oprobio del pecado, y sintió el ocultamiento del rostro de
su Padre, hasta que la maldición de un mundo perdido quebrantó su
corazón y le arrancó la vida en la cruz del Calvario. El hecho de que el
Hacedor de todos los mundos, el Arbitro de todos los destinos, dejase
su gloria y se humillase por amor al hombre, despertará eternamente la
admiración y adoración del universo. Cuando las naciones de
los salvos miren a su Redentor y vean la gloria eterna del Padre
brillar en su rostro; cuando contemplen su trono, que es desde la
eternidad hasta la eternidad, y sepan que su reino no tendrá fin,
entonces prorrumpirán en un cántico de júbilo: “¡Digno, digno es el
Cordero que fué inmolado, y nos ha redimido para Dios con su propia
preciosísima sangre!”
El
misterio de la cruz explica todos los demás misterios. A la luz que
irradia del Calvario, los atributos de Dios que nos llenaban de temor
respetuoso nos resultan hermosos y atractivos. Se ve que la
misericordia, la compasión y el amor paternal se unen a la santidad, la
justicia y el poder. Al mismo tiempo que contemplamos la majestad de su
trono, tan grande y elevado, vemos su carácter en sus manifestaciones
misericordiosas y comprendemos, como nunca antes, el significado del
apelativo conmovedor: “Padre nuestro.”
Se
echará de ver que Aquel cuya sabiduría es infinita no hubiera podido
idear otro plan para salvarnos que el del sacrificio de su Hijo. La
compensación de este sacrificio es la dicha de poblar la tierra con
seres rescatados, santos, felices e inmortales. El resultado de la lucha
del Salvador contra las potestades de las
tinieblas es la dicha de los redimidos, la cual contribuirá a la gloria
de Dios por toda la eternidad. Y tal es el valor del alma, que el Padre
está satisfecho con el precio pagado; y Cristo mismo, al considerar los
resultados de su gran sacrificio, no lo está menos.
A
la venida de Cristo los impíos serán borrados de la superficie de la
tierra, consumidos por el espíritu de su boca y destruídos por el
resplandor de su gloria. Cristo lleva a su pueblo a la ciudad de Dios, y
la tierra queda privada de sus habitantes. “He aquí que Jehová vaciará
la tierra, y la dejará desierta, y cual vaso, la volverá boca abajo, y
dispersará sus habitantes.” “La tierra será enteramente vaciada y
completamente saqueada; porque Jehová ha hablado esta palabra.” “Porque
traspasaron la ley, cambiaron el estatuto, y quebrantaron el pacto
eterno. Por tanto la maldición ha devorado la tierra, y los que habitan
en ella son culpables: por tanto son abrasados los habitantes de la
tierra.” Isaías 24:1, 3, 5, 6 (VM).
Toda la tierra tiene el aspecto desolado de un desierto. Las ruinas de las ciudades y aldeas destruidas por el terremoto, los árboles desarraigados, las
rocas escabrosas arrojadas por el mar o arrancadas de la misma tierra,
están esparcidas por la superficie de ésta, al paso que grandes cuevas
señalan el sitio donde las montañas fueron rasgadas desde sus cimientos.
El
autor del Apocalipsis predice el destierro de Satanás y el estado
caótico y de desolación a que será reducida la tierra; y declara que
este estado de cosas subsistirá por mil años. Después de descritas las
escenas de la segunda venida del Señor y la destrucción de los impíos,
la profecía prosigue: “Y vi un ángel descender del cielo, que tenía la
llave del abismo, y una grande cadena en su mano. Y prendió al dragón,
aquella serpiente antigua, que es el Diablo y Satanás, y le ató por mil
años; y arrojólo al abismo, y le encerró, y selló sobre él, porque no
engañe más a las naciones, hasta que mil años sean cumplidos: y después de esto es necesario que sea desatado un poco de tiempo.” Apocalipsis 20:1-3.
Según
se desprende de otros pasajes bíblicos, es de toda evidencia que la
expresión “abismo” se refiere a la tierra en estado de confusión y
tinieblas. Respecto a la condición de la tierra “en el principio,” la
narración bíblica dice que “estaba desordenada y vacía; y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo.” Génesis 1:2. Las
profecías enseñan que será reducida, en parte por lo menos, a ese
estado. Contemplando a través de los siglos el gran día de Dios, el
profeta Jeremías dice: “Miro hacia la tierra, y he aquí que está
desolada y vacía; también hacia los cielos miro, mas no hay luz en
ellos. Miro las montañas, y he aquí que están temblando, y todas las colinas se conmueven. Miro, y he aquí que no parece hombre alguno, y todas las aves del cielo se han fugado. Miro, y he aquí el campo fructífero convertido en un desierto, y todas sus ciudades derribadas.” Jeremías 4:23-26 (VM).
Aquí
es donde, con sus malos ángeles, Satanás hará su morada durante mil
años. Limitado a la tierra, no podrá ir a otros mundos para tentar e
incomodar a los que nunca cayeron. En este sentido es cómo está atado:
no queda nadie en quien pueda ejercer su poder. Le es del todo imposible
seguir en la obra de engaño y ruina que por tantos siglos fué su único
deleite.
Hasta
los malos se encuentran ahora fuera del poder de Satanás; y queda solo
con sus perversos ángeles para darse cuenta de los efectos de la
maldición originada por el pecado. “Los reyes de las
naciones, sí, todos ellos yacen con gloria cada cual en su propia casa
[el sepulcro]; ¡mas tú, arrojado estás fuera de tu sepulcro, como un
retoño despreciado! ... No serás unido con ellos en sepultura; porque
has destruido tu tierra, has hecho perecer a tu pueblo.” Vers. 18-20.
Durante
mil años, Satanás andará errante de un lado para otro en la tierra
desolada, considerando los resultados de su rebelión contra la ley de
Dios. Todo este tiempo, padece intensamente. Desde su caída, su vida de
actividad continua sofocó en él la reflexión; pero ahora, despojado de
su poder, no puede menos que contemplar el papel que desempeñó desde que
se rebeló por primera vez contra el gobierno del cielo, mientras que,
tembloroso y aterrorizado, espera el terrible porvenir en que habrá de
expiar todo el mal que ha hecho y ser castigado por los pecados que ha
hecho cometer.
Para
el pueblo de Dios, el cautiverio en que se verá Satanás será motivo de
contento y alegría. El profeta dice: “Y acontecerá en el día que te haga
descansar Jehová de tus penas y de tu aflicción, y de la dura
servidumbre con que te han hecho servir, que entonarás este cántico
triunfal respecto del rey de Babilonia [que aquí representa a Satanás], y
dirás: ¡Cómo ha cesado de sus vejaciones el opresor! ... Jehová ha
hecho pedazos la vara de los inicuos, el cetro de los que tenían el
dominio; el cual hería los pueblos en saña, con golpe incesante, y
hollaba las naciones en ira, con persecución desenfrenada.” Vers. 3-6.Examinadlo todo; retened lo bueno. Absteneos de toda forma de mal. 1 Tesalonicenses 5: 21-22_ Espacio de análisis de los acontecimientos actuales relacionados con la profecía bíblica
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