A
unque sumida la tierra en tinieblas durante el largo período de la
supremacía papal, la luz de la verdad no pudo apagarse por completo. En
todas las edades hubo testigos de Dios, hombres que conservaron su fe en
Cristo como único mediador entre Dios y los hombres, que reconocían la
Biblia como única regla de su vida y santificaban el verdadero día de
reposo. Nunca sabrá la posteridad cuánto debe el mundo a esos hombres.
Se les marcaba como a herejes, los móviles que los inspiraban eran
impugnados, su carácter difamado y sus escritos prohibidos, adulterados o
mutilados. Sin embargo permanecieron firmes, y de siglo en siglo
conservaron pura su fe, como herencia sagrada para las generaciones
futuras.
La
historia del pueblo de Dios durante los siglos de oscuridad que
siguieron a la supremacía de Roma, está escrita en el cielo, aunque
ocupa escaso lugar en las crónicas de la humanidad. Pocas son las
huellas que de su
existencia pueden encontrarse fuera de las que se encuentran en las
acusaciones de sus perseguidores. La política de Roma consistió en hacer
desaparecer toda huella de oposición a sus doctrinas y decretos. Trató
de destruir todo lo que era herético, bien se tratase de personas o de
escritos. Las simples expresiones de duda u objeciones acerca de la
autoridad de los dogmas papales bastaban para quitarle la vida al rico o
al pobre, al poderoso o al humilde. Igualmente se esforzó Roma en
destruir todo lo que denunciase su crueldad contra los disidentes. Los
concilios papales decretaron que los libros o escritos que hablasen
sobre el particular fuesen quemados. Antes de la invención de la
imprenta eran pocos los libros, y su forma no se prestaba para
conservarlos, de modo que los romanistas encontraron pocos obstáculos
para llevar a cabo sus propósitos.
Ninguna
iglesia que estuviese dentro de los límites de la jurisdicción romana
gozó mucho tiempo en paz de su libertad de conciencia. No bien se hubo
hecho dueño del poder el papado, extendió los brazos para aplastar a
todo el que rehusara reconocer su gobierno; y una tras otra las iglesias
se sometieron a su dominio.
En
Gran Bretaña el cristianismo primitivo había echado raíces desde muy
temprano. El evangelio recibido por los habitantes de este país en los
primeros siglos no se había corrompido con la apostasía de Roma. La
persecución de los emperadores paganos, que se extendió aun hasta
aquellas remotas playas, fue el único don que las primeras iglesias de
Gran Bretaña recibieron de Roma. Muchos de los cristianos que huían de
la persecución en Inglaterra hallaron refugio en Escocia; de allí la
verdad fue llevada a Irlanda, y en todos esos países fue recibida con
gozo.
Luego
que los sajones invadieron a Gran Bretaña, el paganismo llegó a
predominar. Los conquistadores desdeñaron ser instruidos por sus
esclavos, y los cristianos tuvieron que refugiarse en los páramos. No
obstante la luz, escondida por algún tiempo, siguió ardiendo. Un siglo
más tarde brilló en Escocia con tal intensidad que se extendió a muy
lejanas tierras. De Irlanda salieron el piadoso Colombano y sus
colaboradores, los que, reuniendo en su derredor a los creyentes
esparcidos en la solitaria isla de Iona, establecieron allí el centro de
sus trabajos misioneros. Entre estos evangelistas había uno que
observaba el sábado bíblico, y así se introdujo esta verdad entre la
gente. Se fundó en Iona una escuela de la que fueron enviados misioneros
no solo a Escocia e Inglaterra, sino a Alemania, Suiza y aun a Italia.
Roma
empero había puesto los ojos en Gran Bretaña y resuelto someterla a su
supremacía. En el siglo VI, sus misioneros emprendieron la conversión de
los sajones paganos. Recibieron favorable acogida por parte de los
altivos bárbaros a quienes indujeron por miles a profesar la fe romana. A
medida que progresaba la obra, los jefes papales y sus secuaces
tuvieron encuentros con los cristianos primitivos. Se vio entonces un
contraste muy notable. Eran estos cristianos primitivos sencillos y
humildes, cuyo carácter y cuyas doctrinas y costumbres se ajustaban a
las Escrituras, mientras que los discípulos de Roma ponían de manifiesto
la superstición, la arrogancia y la pompa del papado. El emisario de
Roma exigió de estas iglesias cristianas que reconociesen la supremacía
del soberano pontífice. Los habitantes de Gran Bretaña respondieron
humildemente que ellos deseaban amar a todo el mundo, pero que el papa
no tenía derecho de supremacía en la iglesia y que ellos no podían
rendirle más que la sumisión que era debida a cualquier discípulo de
Cristo. Varias tentativas se hicieron para conseguir que se sometiesen a
Roma, pero estos humildes cristianos, espantados del orgullo que
ostentaban los emisarios papales, respondieron con firmeza que ellos no
reconocían a otro jefe que a Cristo. Entonces se reveló el verdadero
espíritu del papado. El enviado católico romano les dijo: “Si no recibís
a los hermanos que os traen paz, recibiréis a los enemigos que os
traerán guerra; si no os unís con nosotros para mostrar a los sajones el
camino de vida, recibiréis de ellos el golpe de muerte” (J. H. Merle
d’Aubigné, Histoire de la Réformation du seizième siècle,
París, 1835-53, libro 17, cap. 2). No fueron vanas estas amenazas. La
guerra, la intriga y el engaño se emplearon contra estos testigos que
sostenían una fe bíblica, hasta que las iglesias de la primitiva
Inglaterra fueron destruidas u obligadas a someterse a la autoridad del
papa.
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