En
épocas fijas, a fin de conservar la integridad de la ley, se le
preguntaba al pueblo si había cumplido fielmente sus votos o no. Unos
pocos, de conciencia sensible, devolvían a Dios alrededor de la tercera
parte de todos sus ingresos para beneficio de los intereses religiosos y
para los pobres. Estas exigencias no se hacían a una clase particular
de la gente, sino a todos, siendo lo requerido proporcional a
la cantidad que se poseía. Además de todos estos donativos sistemáticos y
regulares, había objetos especiales que exigían ofrendas voluntarias,
como cuando se edificó el tabernáculo en el desierto, y el templo en
Jerusalén. Dios hacía esas substracciones tanto para beneficiar al
pueblo mismo como para sostener el servicio del culto.
Entre
nuestro pueblo debe haber un despertar acerca de este asunto. Son sólo
pocos los hombres que sienten remordimiento de conciencia si descuidan
su deber en cuanto a la
beneficencia. Muy pocos sienten remordimiento de alma por robar
diariamente a Dios. Si un cristiano, deliberada o accidentalmente, paga a
su vecino menos de lo que le debe o se niega a cancelar una deuda
honorable, su conciencia le perturbará, a menos que esté cauterizada; no
puede descansar aun cuando nadie sepa del asunto sino él. Hay muchos
votos descuidados y promesas que no han sido pagadas, y sin embargo,
cuán pocos afligen sus ánimos acerca del asunto; cuán pocos sienten la
culpabilidad de esta violación de sus deberes. Debemos sentir nuevas y
más profundas convicciones al respecto. La conciencia debe ser
despertada, y el asunto debe recibir sincera atención, porque habrá que
dar cuenta de ello a Dios en el último día, y sus exigencias han de ser
cumplidas.
Las
responsabilidades del negociante cristiano, por grande o pequeño que
sea su capital, estarán en exacta proporción con los dones que haya
recibido de Dios. El engaño de las riquezas ha arruinado a millares y
decenas de millares. Estos ricos se olvidan de que son mayordomos y de
que se está acercando rápidamente el día en que se les dirá: “Da cuenta
de tu mayordomía.” Lucas 16:2.
Según se demuestra en la parábola de los talentos, cada uno es
responsable del sabio empleo de los dones que le han sido concedidos. El
pobre de la parábola, por haber recibido el don menor, sentía menos
responsabilidad y no empleó el talento a él confiado; por lo tanto fué
echado a las tinieblas de afuera.
Dijo Cristo: “¡Cuán difícil es para los que confían en las riquezas, entrar en el reino de Dios!” Marcos 10:24 (VM).
Y sus discípulos se quedaron asombrados de su doctrina. Cuando un
ministro que ha trabajado con éxito en ganar almas para Jesucristo
abandona su obra sagrada para obtener ganancias temporales, se le llama
apóstata y habrá de dar cuenta a Dios por los talentos a los cuales dió
mala aplicación. Cuando hombres de diferentes vocaciones: agricultores,
mecánicos, abogados, etc., se hacen miembros de la iglesia, vienen a ser
siervos de Cristo; y aunque sus talentos sean completamente
diferentes, su responsabilidad en cuanto a hacer progresar la causa de
Dios por el esfuerzo personal y con sus recursos, no es menor que la que
descansa sobre el predicador. El ay que caerá sobre el ministro si no
predica el Evangelio, caerá tan seguramente sobre el negociante, si él,
con sus diferentes talentos, no coopera con Cristo en lograr los mismos
resultados. Cuando se le presente esto a cada individuo, algunos dirán:
“Dura es esta palabra” (Juan 6:60); sin embargo es veraz aunque sea contradicha continuamente por la práctica de hombres que profesan seguir a Cristo.