Pasó la siega, terminó el verano, y nosotros no hemos sido salvos. Jeremías 8:20.
Ruego a los miembros de nuestras iglesias que no pasen por alto las señales de los tiempos, que nos dicen tan claramente que el fin está cerca. ¡Oh, cuántos que no se han preocupado por la salvación de sus almas, lanzarán pronto este amargo lamento: “¡Pasó la siega, terminó el verano, y nosotros no hemos sido salvos!”
¡Oh, si nos acordáramos de que estamos viviendo mientras el juicio sigue su curso y nuestros casos están pendientes! Ahora es tiempo de velar y orar, de dejar a un lado toda complacencia propia, todo orgullo, todo egoísmo. Los preciosos momentos que para algunos son peor que desperdiciados, debieran dedicarse a la meditación y la oración. Muchos de los que profesan guardar los mandamientos de Dios están siguiendo sus inclinaciones en vez de su deber. Tal como son en la actualidad, son indignos de la vida eterna. A esos descuidados e indiferentes tengo que decirles: Vuestros vanos pensamientos, vuestras palabras duras, vuestros actos egoístas, están anotados en el libro del cielo. Los ángeles que estuvieron presentes durante la idolátrica bacanal de Belsasar, están a vuestro lado mientras deshonráis a vuestro Redentor. Se apartan entristecidos, apesadumbrados de que lo crucifiquéis de nuevo de esa manera, y lo expongáis a la vergüenza pública...
En el día de su coronación Cristo no reconocerá como suyo a nadie que tenga mancha o arruga, o cosa semejante. Pero a sus fieles les proporcionará coronas de gloria inmortal. Los que no quieran que reine sobre ellos se verán rodeados por el ejército de los redimidos, cada uno de los cuales lleva esta insignia: JEHOVA, JUSTICIA NUESTRA. Verán esa frente, ceñida una vez por una corona de espinas, coronada ahora por una diadema de gloria.
En ese día los redimidos resplandecerán con la gloria del Padre y el Hijo. Los ángeles del cielo, mientras tocan sus arpas de oro, darán la bienvenida al Rey y a los trofeos de su victoria: Los que se habrán lavado y habrán sido emblanquecidos con la sangre del Cordero. Resonará un himno de triunfo que llenará todo el cielo. Cristo ha vencido. Entrará en los atrios celestiales acompañado por sus redimidos, testigos de que su misión de sufrimiento y abnegación no ha sido en vano.—The Review and Herald, 24 de noviembre de 1904.
Ruego a los miembros de nuestras iglesias que no pasen por alto las señales de los tiempos, que nos dicen tan claramente que el fin está cerca. ¡Oh, cuántos que no se han preocupado por la salvación de sus almas, lanzarán pronto este amargo lamento: “¡Pasó la siega, terminó el verano, y nosotros no hemos sido salvos!”
¡Oh, si nos acordáramos de que estamos viviendo mientras el juicio sigue su curso y nuestros casos están pendientes! Ahora es tiempo de velar y orar, de dejar a un lado toda complacencia propia, todo orgullo, todo egoísmo. Los preciosos momentos que para algunos son peor que desperdiciados, debieran dedicarse a la meditación y la oración. Muchos de los que profesan guardar los mandamientos de Dios están siguiendo sus inclinaciones en vez de su deber. Tal como son en la actualidad, son indignos de la vida eterna. A esos descuidados e indiferentes tengo que decirles: Vuestros vanos pensamientos, vuestras palabras duras, vuestros actos egoístas, están anotados en el libro del cielo. Los ángeles que estuvieron presentes durante la idolátrica bacanal de Belsasar, están a vuestro lado mientras deshonráis a vuestro Redentor. Se apartan entristecidos, apesadumbrados de que lo crucifiquéis de nuevo de esa manera, y lo expongáis a la vergüenza pública...
En el día de su coronación Cristo no reconocerá como suyo a nadie que tenga mancha o arruga, o cosa semejante. Pero a sus fieles les proporcionará coronas de gloria inmortal. Los que no quieran que reine sobre ellos se verán rodeados por el ejército de los redimidos, cada uno de los cuales lleva esta insignia: JEHOVA, JUSTICIA NUESTRA. Verán esa frente, ceñida una vez por una corona de espinas, coronada ahora por una diadema de gloria.
En ese día los redimidos resplandecerán con la gloria del Padre y el Hijo. Los ángeles del cielo, mientras tocan sus arpas de oro, darán la bienvenida al Rey y a los trofeos de su victoria: Los que se habrán lavado y habrán sido emblanquecidos con la sangre del Cordero. Resonará un himno de triunfo que llenará todo el cielo. Cristo ha vencido. Entrará en los atrios celestiales acompañado por sus redimidos, testigos de que su misión de sufrimiento y abnegación no ha sido en vano.—The Review and Herald, 24 de noviembre de 1904.
Maranata, p.39.
No hay comentarios:
Publicar un comentario