La sinagoga era una institución muy importante en la vida judía. Su
origen se remonta a la era del exilio babilónico, unos seis siglos a.C.,
cuando el templo había sido destruido y no había un lugar sagrado donde
reunirse. El propósito de la sinagoga no era originalmente el de servir
como centro religioso, sino que obedecía a propósitos prácticos:
mantener unida a la comunidad y no perder las costumbres y tradiciones
que eran parte de su vida. La palabra sinagoga significaba
originalmente “asamblea”, “congregación”. En tiempos de Jesús, la
sinagoga desempeñaba un papel fundamental en la vida de los judíos, ya
que servía para distintos propósitos: allí no sólo se celebraban las
reuniones y asambleas de la comunidad, sino que también se adoraba a
Dios y se estudiaba su Palabra. Era común además, que la sinagoga
tuviera una escuela. Gracias a estas escuelas la sociedad judía se
mantenía relativamente familiarizada con las Escrituras. La parte
central de la liturgia en la sinagoga, se componía de la lectura de un
fragmento de alguno de los libros de la ley más otro de los profetas, a
lo que seguía un comentario de edificación para los presentes.
Normalmente
se ofrecía esta parte a algún rabino visitante, y sin duda los
presentes estaban ansiosos de escuchar a Jesús, porque se rumoreaba que
había comenzado a hablar del reino de Dios. Jesús leyó una porción de la
profecía mesiánica de Isaías 61 donde dice, “El Espíritu del Señor es
sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres,
me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad
a los cautivos, y vista a los ciegos, a poner en libertad a los
oprimidos, y predicar el año agradable del Señor” (Lucas 4:18-19). Sin
duda leyó en hebreo y tradujo al arameo, el idioma que el pueblo hablaba
en ese tiempo; luego se sentó para comentar sobre la porción recién
leída.
A manera de mostrar respeto por la Palabra de Dios, era
costumbre que el lector permaneciera de pie mientras leía lo porción
bíblica, pero cuando el rabino hablaba a la concurrencia en la sinagoga
lo hacía sentado. Al comenzar la exposición Jesús hizo referencia
directa a su persona: “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de
vosotros” (4:21). Era el año agradable del Señor, que anunciaba que la
era mesiánica había llegado; el reino de Dios se había hecho presente.
Sin duda un eco del año del jubileo en Israel, un año esperado con
ansiedad por muchos, que llegaba al final de cada período de siete años.
En este año se recuperaban las propiedades perdidas, las deudas eran
canceladas y los esclavos recuperaban su libertad (Levítico 25:10-13).
Este año apuntaba tipológicamente a Jesús, quién vino a “pregonar
libertad a los cautivos” (Lucas 4:18), no sólo para Israel, sino para
toda la humanidad.
Los oyentes inicialmente se maravillaron de
“las palabras de gracia que salían de su boca”, pero no podían entender
que viniesen de Jesús, y se preguntaban: “¿no es éste el hijo de José?”
Sin duda Jesús conocía a todos los presentes y ellos lo conocían a él;
es posible que su madre y sus hermanos estuvieran presentes ese sábado.
En un momento Jesús sintió que no lo seguían, y que estaban listos para
cuestionar sus enseñanzas, provocarlo con proverbios y a exigirle que
hiciera algún milagro, si realmente era el Mesías. No podían creer que
aquél que había surgido de la pobreza y la humildad pudiese ser el
Mesías. “No apreciaban el hecho de que la verdadera grandeza no necesita
ostentación externa. La pobreza de ese hombre parecía completamente
opuesta a su aserto de ser el Mesías. Se preguntaban: “Si es lo que dice
ser, ¿por qué es tan modesto?”
Muy viva, particularmente en esta época, era la esperanza mesiánica. Desde el exilio, al extinguirse la dinastía davídica en Jerusalén, y la trayectoria poco gloriosa de los que le siguieron, se había propagado la convicción de que Dios haría surgir un nuevo David que volvería a la nación el esplendor inicial. El término Mesías significa ungido en hebreo, y se aplicaba al rey, al cual se le ungía la cabeza con aceite en los ritos de entronización. Aunque no había unidad de criterio en cuanto a cuál sería la misión del Mesías, predominaba la idea de que vendría a liberar a su pueblo del yugo extranjero e inauguraría un período de paz y prosperidad para su pueblo. Al aplicarse esto a sí mismo, Jesús suscitó la sorpresa y la irritación de sus oyentes.
Para mayor disgusto de los presentes, Jesús relató lo que había
pasado en los días de los profetas Elías y Eliseo, y al hacerlo, se
identificó él mismo con los profetas. Elías fue enviado a auxiliar a una
viuda, pero no
de Israel, y Eliseo sanó a un leproso que resultó ser
el comandante del ejército enemigo. Esto hizo enfurecer a los oyentes,
porque parecía que Jesús estaba poniendo más interés en los gentiles que
en su pueblo. Ellos esperaban que Dios liberara a Israel de los
enemigos paganos, pero Jesús nada decía de ello; en cambio hablaba de la
gracia, gracia para todos, inclusive para otras naciones, en lugar de
gracia para Israel y juicio para los demás. La actitud de los oyentes en
la sinagoga rápidamente cambió de admiración a enojo; finalmente lo
echaron de la sinagoga, y desde un peligroso cortado cercano quisieron
despeñarlo. Pero Jesús pasó en medio de ellos y se alejó del peligro.
Después de este incidente, Jesús fue a Capernaum donde enseñaba los
sábados, y allí la gente “se admiraba de su doctrina, porque su palabra
era con autoridad” (Lucas 4:31-32).
Fuente: Vida y enseñanzas de Jesús
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