No mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas 
que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas. 2 Corintios 4:18.
La tierra y las cosas de la tierra perecerán con el uso. Pasarán unos pocos años 
y vendrá la muerte. El destino eterno de ustedes quedará fijado, fijado 
eternamente. Si pierden su alma, ¿qué recompensa darán por su pérdida? Cristo el 
Dador de la vida, Cristo el Redentor, Cristo el Cordero de Dios que quita los 
pecados del mundo les señala un mundo más noble, y lo pone dentro del alcance de 
su vista. Los lleva a los umbrales del cielo para que contemplen la gloria de 
las realidades eternas, para que sus aspiraciones puedan avivarse para captar el 
cada vez más excelente y eterno peso de gloria. Al contemplar las escenas 
celestiales, en su corazón se enciende el deseo de tener compañerismo con Dios, 
de estar totalmente reconciliados con él.
La obra de nuestro Salvador es conciliar las demandas entre los intereses 
terrenales y los celestiales, colocar los deberes y las responsabilidades de la 
vida que tenemos ahora en una relación apropiada con las demandas que pertenecen 
a la vida eterna. El temor y el amor de Dios son las primeras cosas que deberían 
reclamar nuestra atención. No podemos darnos el lujo de postergar hasta mañana 
lo que afecta al interés de nuestra alma. La vida que ahora vivimos, la vivimos 
por la fe en el Hijo de Dios. Fuimos redimidos de los elementos miserables del 
mundo con una redención que es total y completa, que no puede agrandarse por 
ningún suplemento de fuentes humanas.
Pero en el medio de este diluvio de misericordias, de esta plenitud del amor 
divino, muchos corazones continúan en la indiferencia, despreocupados, y sin 
impresionarse por las provisiones de la gracia de Dios. ¿No haremos ningún 
esfuerzo nosotros que afirmamos ser cristianos para romper el hechizo que 
Satanás ha lanzado sobre esas almas? ¿Las dejaremos que continúen en la dureza 
de su corazón, sin Dios y sin esperanza en el mundo? No. Aunque cada llamado que 
les hagamos sea menospreciado y rechazado, no podemos dejar de orar por ellas, y 
suplicar con ternura por sus almas. Debemos hacer todo lo que podemos, por medio 
de la ayuda del Espíritu Santo de Dios, para quebrar las barreras por las cuales 
han intentado hacerse inexpugnables a la luz de la verdad de Dios. Debemos 
esforzarnos por abrirles sus ojos para que vean su ceguera, para que se liberen 
de la cautividad de Satanás.—The Signs of the Times, 17 de julio de 1893









 

