Jesús
dió a sus discípulos una lección respecto de la avaricia. “Y refirióles
una parábola, diciendo: La heredad de un hombre rico había llevado
mucho; y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo
dónde juntar mis frutos? Y dijo: Esto haré: derribaré mis alfolíes, y
los edificaré mayores, y allí juntaré todos mis frutos y mis bienes; y
diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes almacenados para muchos años;
repósate, come, bebe, huélgate. Y díjole Dios: Necio, esta noche
vuelven a pedir tu alma; y lo que has prevenido, ¿de quién será? Así es
el que hace para sí tesoro, y no es rico en Dios.” Lucas 12:16-21.
La
duración y felicidad de la vida no consiste en la cantidad de nuestras
posesiones terrenales. Este rico insensato, en su egoísmo supremo, había
amontonado tesoros que no podía emplear. Vivía solamente para sí. Se
extralimitó en los negocios, obtuvo ganancias ilícitas y no practicó la
misericordia ni el amor de Dios. Robó a los huérfanos y a las viudas, o
defraudó a sus semejantes para aumentar su creciente reserva de bienes
mundanales. Podía haberse hecho tesoros en los cielos en bolsas que no
envejecen, pero por su avaricia perdió ambos mundos. Los que
humildemente usan para gloria de Dios los
recursos que él les ha confiado, recibirán antes de mucho su tesoro de
la mano del Maestro con la bendición: “Bien, buen siervo y fiel;...
entra en el gozo de tu Señor.” Mateo 25:21.
Cuando
consideramos el sacrificio hecho para la salvación de los hombres, nos
embarga el asombro. Cuando el egoísmo clama por la victoria en el
corazón de los hombres, y ellos se sienten tentados a retener la
proporción que deben dedicar a cualquier buena obra, deben fortalecer
sus principios de lo recto por el pensamiento de que el que era rico en
el tesoro inestimable del cielo, se apartó de todo ello y se hizo pobre.
No tuvo dónde reclinar su cabeza. Y todo este sacrificio fué hecho en
nuestro favor, para que obtuviésemos las riquezas eternas.
Cristo
asentó los pies en la senda de la abnegación y el sacrificio, que todos
sus discípulos deben recorrer si quieren ser finalmente exaltados con
él. Acogió en su propio corazón las tristezas que el hombre debe sufrir.
Con frecuencia la mente de los mundanos se embota. Pueden ver tan sólo
las cosas terrenales, que eclipsan la gloria y el valor de las cosas
celestiales. Hay hombres que rodearán la tierra y el mar para obtener
ganancias terrenales, y sufrirán privaciones y padecimientos para
alcanzar su objeto, y, sin embargo, se apartan de los atractivos del
cielo y no consideran las riquezas eternas. Los que se hallan
comparativamente en la pobreza son los que hacen más para sostener la
causa de Dios. Son generosos con lo poco que poseen. Han fortalecido sus
impulsos generosos por la liberalidad continua. Como sus gastos casi
equivalían a sus entradas, su pasión por las riquezas terrenales no tuvo
cabida u oportunidad de fortalecerse.
Pero
son muchos los que, al comenzar a juntar riquezas materiales, calculan
cuánto tardarán en poseer cierta suma. En su afán de acumular una
fortuna, dejan de enriquecerse para con Dios. Su generosidad no se
mantiene a la par con lo que reúnen. A medida que aumenta su pasión por
las riquezas, sus afectos se entrelazan con su tesoro. El aumento de su
propiedad fortalece el intenso deseo de tener más, hasta que
algunos consideran que el dar al Señor el diezmo es una contribución
severa e injusta. La inspiración ha declarado: “Cuando se aumenten las
riquezas, no pongáis en ellas vuestro corazón.” Salmos 62:10 (VM).
Muchos han dicho: “Si yo fuese tan rico como Fulano, multiplicaría mis
donativos para la tesorería de Dios. No haría otra cosa con mi riqueza
sino emplearla para el adelantamiento de la causa de Dios.” Dios ha
probado a algunos de éstos dándoles riquezas; pero con éstas las
tentaciones se hicieron más intensas, y su generosidad fué mucho menor
que en los días de su pobreza. Un ambicioso deseo de mayores riquezas
absorbió su mente y corazón, y cometieron idolatría.