Una oración que nos incluye
Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Y repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes”. Lucas 23:24.
Una gran multitud siguió al Salvador al Calvario, y muchos de sus integrantes se burlaban de él y lo ridiculizaban; pero muchos lloraban y repetían sus alabanzas. Los que habían sido sanados de diversas enfermedades, los que habían resucitado de entre los muertos, se refirieron con voz fervorosa a sus maravillosas obras, y manifestaron el deseo de saber qué había hecho para que se lo tratara como un malhechor...
El Señor no formuló queja alguna; su rostro seguía pálido y sereno, pero grandes gotas de sudor corrían por su frente. No hubo mano piadosa que enjugara de su rostro el rocío de muerte, ni palabras de simpatía e inmutable fidelidad que sostuvieran su corazón humano. Estaba pisando totalmente solo el lagar, y del pueblo, nadie estuvo con él. Mientras los soldados llevaban a cabo su odiosa tarea, y él sufría la más aguda agonía, oró por sus enemigos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Su mente se apartó de sus propios sufrimientos para pensar en el pecado de sus perseguidores y en la terrible pero justa retribución que les caería. Se compadeció de ellos en su ignorancia y su culpa. No invocó maldición alguna sobre los soldados que lo maltrataban tan rudamente. No invocó venganza alguna sobre los sacerdotes y príncipes, que fueron la causa de todo su sufrimiento y que manifestaban una satisfacción maligna por haber logrado su propósito. Sólo exhaló una súplica para que fuesen perdonados, “porque no saben lo que hacen”.
Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Y repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes”. Lucas 23:24.
Una gran multitud siguió al Salvador al Calvario, y muchos de sus integrantes se burlaban de él y lo ridiculizaban; pero muchos lloraban y repetían sus alabanzas. Los que habían sido sanados de diversas enfermedades, los que habían resucitado de entre los muertos, se refirieron con voz fervorosa a sus maravillosas obras, y manifestaron el deseo de saber qué había hecho para que se lo tratara como un malhechor...
El Señor no formuló queja alguna; su rostro seguía pálido y sereno, pero grandes gotas de sudor corrían por su frente. No hubo mano piadosa que enjugara de su rostro el rocío de muerte, ni palabras de simpatía e inmutable fidelidad que sostuvieran su corazón humano. Estaba pisando totalmente solo el lagar, y del pueblo, nadie estuvo con él. Mientras los soldados llevaban a cabo su odiosa tarea, y él sufría la más aguda agonía, oró por sus enemigos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Su mente se apartó de sus propios sufrimientos para pensar en el pecado de sus perseguidores y en la terrible pero justa retribución que les caería. Se compadeció de ellos en su ignorancia y su culpa. No invocó maldición alguna sobre los soldados que lo maltrataban tan rudamente. No invocó venganza alguna sobre los sacerdotes y príncipes, que fueron la causa de todo su sufrimiento y que manifestaban una satisfacción maligna por haber logrado su propósito. Sólo exhaló una súplica para que fuesen perdonados, “porque no saben lo que hacen”.
Si hubiesen sabido que estaban torturando intensamente a       Aquel que había venido para salvar a la raza pecaminosa       de la ruina eterna, el remordimiento y el horror se       habrían apoderado de ellos. Pero su ignorancia no       suprimió su culpabilidad, porque habían tenido el       privilegio de conocer y aceptar a Jesús como su       Salvador. Rechazaron toda evidencia, y no sólo pecaron       contra el Cielo al crucificar al Rey de gloria, sino       también contra los sentimientos más comunes de la       humanidad al condenar a una muerte dolorosa a un hombre       inocente. Jesús estaba adquiriendo el derecho a ser el       Abogado del hombre en la presencia del Padre. Esa       oración de Cristo por sus enemigos abarcaba al mundo.       Abarcaba a todo pecador que viviera hasta el fin del       tiempo.—The       Spirit of Prophecy 3:152-154. Ver       El Deseado de       Todas las Gentes, 693, 694;       La Historia de la       Redención, 229, 230.
 
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