domingo, 20 de noviembre de 2016

Ni nunca oyeron, ni oídos percibieron, ni ojo ha visto a Dios fuera de ti, que hiciese por el que en él espera. Isaías 64:4.




Muchos han ansiado penetrar en las glorias del mundo del futuro y que los secretos de los misterios eternos les sean revelados; pero han insistido en vano. Lo revelado es para nosotros y para nuestros hijos... El gran Revelador ha manifestado ante nuestras inteligencias muchas cosas que son esenciales a fin de que podamos comprender los atractivos celestiales y estimar la recompensa...

Las revelaciones de Jesús respecto de las cosas celestiales son de tal carácter que solo la mente espiritual las puede apreciar. La imaginación puede recurrir a sus más poderosas facultades a fin de imaginar las glorias del cielo, pero “cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman”. 1 Corintios 2:9. Las inteligencias celestiales nos rodean... Los ángeles de luz crean una atmósfera celestial alrededor del alma, elevándonos hacia lo invisible y lo eterno. No podemos contemplar sus formas con nuestra vista natural; solo mediante la visión espiritual podemos discernir las cosas celestiales. Nuestras facultades humanas serían aniquiladas por la gloria indescriptible de los ángeles de luz. Solo el oído espiritual puede percibir la armonía de las voces celestiales. No es el plan de Dios que se despierten las emociones mediante descripciones ampulosas... Con suficiente claridad se ha presentado a sí mismo, el camino, la verdad y la vida, como el único medio por el cual se puede obtener la salvación. En verdad no se exige nada más que eso.—En Lugares Celestiales, 368.


Él podría conducir al alma humana hasta los umbrales del cielo, y mostrarle, a través de la puerta abierta, la gloria que surge del interior del santuario celestial, y que resplandece a través de sus portales; pero debemos contemplarla por fe, no mediante nuestra vista natural. Él no olvida que somos sus agentes humanos, que debemos hacer la obra de Dios en un mundo totalmente marchito y malogrado por la maldición. En este mundo envuelto en la mortaja de la lobreguez moral, donde tinieblas cubren la tierra y oscuridad las naciones, debemos andar en la luz del cielo.—In Heavenly Places, 366
Maranata, p. 342.

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