Primeros Escritos Pág. 82.
Soñé que Dios, por una mano invisible, me mandó un cofre de curiosa hechura, que tendría unas diez pulgadas de largo por seis de ancho. Estaba hecho de ébano y de perlas curiosamente engastadas. Junto al cofre estaba atada una llave. Tomé inmediatamente esa llave y abrí el cofre, al que, para mi asombro y sorpresa, encontré lleno de joyas: diamantes, piedras preciosas y monedas de oro y plata, de todo tamaño, valor y clase, hermosamente ordenados en sus lugares dentro del cofre; y así colocados reflejaban una gloria y una luz que sólo podían compararse con la del sol. Pensé que no debía disfrutar solo de este espectáculo maravilloso, aunque mi corazón rebosaba de gozo frente al esplendor, a la hermosura y al valor del contenido. Lo puse por lo tanto sobre una mesa en el centro de mi habitación e hice saber que cuantos quisieran podían venir y ver el espectáculo más glorioso y brillante que hubiese visto hombre alguno en esta vida. La gente comenzó a acudir. Al principio eran unos pocos, pero el número fue aumentando hasta ser una muchedumbre. Cuando miraban por primera vez el interior del cofre, se admiraban y dejaban oír exclamaciones de gozo. Pero cuando el número de espectadores aumentó, cada uno se puso a desordenar las joyas, sacándolas del cofre y desparramándolas sobre la mesa.Comencé a pensar que el dueño iba a exigir de mi mano la devolución del cofre y de las joyas; y si toleraba que las esparciesen, jamás podría volver a colocarlas dentro del cofre; y considerando que nunca podría hacer frente a la inmensa responsabilidad, empecé a rogar a la gente que no tocase las joyas ni las sacase del cofre; pero cuanto más les rogaba, tanto más las esparcían; y llegaban hasta a hacerlo por toda la pieza, sobre el piso y sobre cada mueble.
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