Al fin de los mil años, Cristo regresa otra vez a la tierra. Le acompaña la hueste de los redimidos, y le sigue una comitiva de ángeles. Al descender en majestad aterradora, manda a los muertos impíos que resuciten para recibir su condenación. Se levanta su gran ejército, innumerable como la arena del mar. ¡Qué contraste entre ellos y los que resucitaron en la primera resurrección! Los justos estaban revestidos de juventud y belleza inmortales. Los impíos llevan las huellas de la enfermedad y de la muerte.
Todas las miradas de esa inmensa multitud se vuelven para contemplar la gloria del Hijo de Dios. A una voz las huestes de los impíos exclaman: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” No es el amor a Jesús lo que les inspira esta exclamación, sino que el poder de la verdad arranca esas palabras de sus labios. Los impíos salen de sus tumbas tales como a ellas bajaron, con la misma enemistad hacia Cristo y el mismo espíritu de rebelión. No disponen de un nuevo tiempo de gracia para remediar los defectos de su vida pasada, pues de nada les serviría. Toda una vida de pecado no ablandó sus corazones. De serles concedido un segundo tiempo de gracia, lo emplearían como el primero, eludiendo las exigencias de Dios e incitándose a la rebelión contra él. Cristo baja sobre el Monte de los Olivos, de donde ascendió después de su resurrección, y donde los ángeles repitieron la promesa de su regreso. El profeta dice: “Vendrá Jehová mi Dios, y con él todos los santos”. “En aquel día se afirmarán sus pies sobre el Monte de los Olivos, que está en frente de Jerusalén, al oriente. El Monte de los Olivos, se partirá por la mitad [...] formando un valle muy grande”. “Y Jehová será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será único, y único será su nombre”. Zacarías 14:5, 4, 9 (RV95). La nueva Jerusalén, descendiendo del cielo en su deslumbrante esplendor, se asienta en el lugar purificado y preparado para recibirla, y Cristo, su pueblo y los ángeles, entran en la santa ciudad.
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