Toda alma verdaderamente convertida puede decir: “Soy mozo pequeño, pero soy hijo de Dios.” Costó un precio infinito el hacer posible que la filiación divina fuese devuelta a la familia humana. En el principio, Dios hizo al hombre a su semejanza. Nuestros primeros padres escucharon la voz del tentador y se entregaron al poder de Satanás. Pero el hombre no fué abandonado a las consecuencias del mal que había escogido. Le fué prometido un Libertador. Dios dijo a la serpiente: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar.” Génesis 3:15. Antes de oír hablar de espinas y cardos, de las penas y dolores que habían de ser su suerte, o del polvo al cual debían tornar, nuestros primeros padres oyeron palabras que no podían sino infundirles esperanza. Todo lo que habían perdido cediendo a Satanás, podía recuperarse por medio de Cristo.
El Hijo de Dios fué dado para redimir a la familia humana. Mediante sufrimientos infinitos, sobrellevados por el Inocente en lugar del culpable, se pagó el precio que iba a redimir a la familia humana del poder del destructor y restaurar en ella la imagen divina. Los que aceptan la salvación que Cristo les trae, se humillarán ante Dios como niñitos. Dios quiere que sus hijos le pidan las cosas que le permitirán a él revelar su gracia al mundo mediante ellos. Quiere que busquen su consejo y reconozcan su poder. Con amor, Cristo reivindica sus derechos sobre aquellos por quienes dió su vida; si quieren compartir las alegrías reservadas a los que reflejan su carácter aquí, deben acatar su voluntad. Es bueno que sintamos nuestra debilidad; porque entonces buscaremos la fuerza y la sabiduría que el Padre se complace en dispensar a sus hijos para las luchas de cada día contra las potestades del mal.*****
Aun cuando la instrucción, la preparación y los consejos de hombres de experiencia sean cosas esenciales, debe enseñarse a los obreros a no confiar exclusivamente en el juicio de hombre alguno. Como agentes libres de Dios, todos deben pedirle a él su sabiduría. Cuando el que está aprendiendo depende enteramente de los pensamientos de otro y sin ir más lejos acepta sus planes, sólo ve por los ojos de ese hombre y llega a ser, en este sentido, tan sólo su eco.
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