En los Países Bajos se levantó muy temprano una enérgica protesta contra la tiranía papal. Setecientos años antes de los tiempos de Lutero, dos obispos que habían sido enviados en delegación a Roma, al darse cuenta del verdadero carácter de la “santa sede”, dirigieron sin temor al pontífice romano las siguientes acusaciones: Dios “hizo reina y esposa suya a la iglesia, y la proveyó con bienes abundantes para sus hijos, dotándola con una herencia perenne e incorruptible, entregándole corona y cetro eternos; [...] pero estos favores vos los habéis usurpado como un ladrón. Os introducís en el templo del Señor y en él os eleváis como Dios; en vez de pastor, sois el lobo de las ovejas, [...] e intentáis hacernos creer que sois el obispo supremo cuando no sois más que un tirano [...]. Lejos de ser siervo de siervos, como a vos mismo os llamáis, sois un intrigante que desea hacerse señor de señores [...]. Hacéis caer en el desprecio los mandamientos de Dios [...]. El Espíritu Santo es el edificador de las iglesias en todos los ámbitos del mundo [...]. La ciudad de nuestro Dios, de la que somos ciudadanos abarca todas las partes del cielo, y es mayor que la que los santos profetas llamaron Babilonia y que aseverando ser divina, se iguala al cielo, se envanece de poseer ciencia inmortal, y finalmente sostiene, aunque sin razón, que nunca erró ni puede errar jamás”. Brandt, History of the Reformation in and about the Low Countries 1:6.
Otros hombres se levantaron siglo tras siglo para repetir esta protesta. Y aquellos primitivos maestros que, atravesando diferentes países y conocidos con diferentes nombres, poseían el carácter de los misioneros valdenses y esparcían por todas partes el conocimiento del evangelio, penetraron en los Países Bajos. Sus doctrinas cundieron con rapidez. Tradujeron la Biblia valdense en verso al holandés. “En ella hay—decían—muchas ventajas; no tiene chanzas, ni fábulas, ni cuentos, ni engaños; solo tiene palabras de verdad. Bien puede tener por aquí y por allí alguna que otra corteza dura, pero aun en estos trozos no es difícil descubrir la médula y lo dulce de lo bueno y lo santo”. Ibíd., 1:14. Esto es lo que escribían en el siglo XII los amigos de la antigua fe. Luego empezaron las persecuciones de Roma; pero en medio de hogueras y tormentos seguían multiplicándose los creyentes que declaraban con firmeza que la Biblia es la única autoridad infalible en materia de religión, y que “ningún hombre debe ser obligado a creer, sino que debe ser persuadido por la predicación”. Martyn 2:87.
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