Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos,
a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero
nosotros, una incorruptible... Así que yo... golpeo mi
cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo
sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado.
1 Corintios 9:25-27.
El progreso de la reforma depende de un claro
reconocimiento de la verdad fundamental. Mientras, por
una parte, hay peligro en una filosofía estrecha y una
ortodoxia dura y fría, por otra parte un liberalismo
descuidado encierra gran peligro. El fundamento de toda
reforma duradera es la ley de Dios. Tenemos que
presentar en líneas claras y bien definidas la necesidad
de obedecer esta ley. Sus principios deben recordarse de
continuo a la gente. Son tan eternos e inexorables como
Dios mismo.
Uno de los efectos más deplorables de la apostasía
original fue la pérdida de la facultad del dominio
propio por parte de la gente. Sólo en la medida en que
se recupere esta facultad puede haber verdadero
progreso.
El cuerpo es el único medio por el cual la mente y el
alma se desarrollan para la edificación del carácter. De
ahí que el adversario de las almas encamine sus
tentaciones al debilitamiento y a la degradación de las
facultades físicas. Su éxito en esto involucra la
sujeción al mal de todo nuestro ser. A menos que estén
bajo el dominio de un poder superior, las propensiones
de nuestra naturaleza física acarrearán ciertamente la
ruina y la muerte.
El cuerpo tiene que ser puesto en sujeción. Las
facultades superiores de nuestro ser deben gobernar. Las
pasiones han de obedecer a la voluntad, que a su vez ha
de obedecer a Dios. El poder soberano de la razón,
santificado por la gracia divina, debe dominar en
nuestra vida.
Las exigencias de Dios deben estamparse en la
conciencia. Hombres y mujeres deben despertarse y sentir
su obligación de dominarse a sí mismos, su necesidad de
ser puros y libertados de todo apetito depravante y de
todo hábito envilecedor. Han de reconocer que todas las
facultades de su mente y de su cuerpo son dones de Dios,
y que deben conservarlas en la mejor condición posible
para servirle.
En el antiguo ritual que era el evangelio expresado
en símbolos, ninguna ofrenda defectuosa podía llevarse
al altar de Dios. El sacrificio que había de representar
al Cristo debía ser inmaculado. La Palabra de Dios
señala esto como ejemplo de lo que deben ser sus hijos:
un “sacrificio vivo”, “santo y sin mancha”.—El
Ministerio de Curación, 91, 92.