En
vuestra gran ciudad se necesitan misioneros para Dios, que lleven la
luz a los que moran en sombra de muerte. Se necesitan manos expertas
para que, con la mansedumbre de la sabiduría y la fuerza de la fe,
eleven a las almas cansadas al seno de un Redentor compasivo. ¡Qué
maldición es el egoísmo! Nos impide dedicarnos al servicio de Dios. Nos
impide percibir las exigencias del deber, que debieran hacer arder
nuestros corazones con celo ferviente. Todas nuestras energías tendrían
que dedicarse a la obediencia de Cristo. Dividir nuestro interés con los
caudillos del error es ayudar al bando del mal y conceder ventajas a
nuestros enemigos. La verdad de Dios no transige con el pecado, no se
relaciona con el artificio ni se une con la transgresión. Se necesitan
soldados que siempre contesten al llamado y estén listos para entrar en
acción inmediatamente y no aquellos que, cuando se los necesita, se
encuentran ayudando al enemigo.
La
nuestra es una gran obra. Sin embargo, son muchos los que profesan
creer estas verdades sagradas, pero están paralizados por los sofismas
de Satanás, y no hacen nada por la causa de Dios, sino al contrario, la
estorban. ¿Cuándo obrarán como quienes esperan al Señor? ¿Cuándo
manifestarán un celo que esté de acuerdo con su fe? Muchos retienen
egoístamente sus recursos y tranquilizan su conciencia con la idea de
hacer algo grande para la causa de Dios después de su muerte. Hacen un
testamento por el cual legan una gran suma a la iglesia y a sus diversos
intereses, y luego se acomodan, con el sentimiento de que han hecho
todo lo que se requería de ellos. ¿En qué se han negado a sí mismos por
este acto? Por el contrario, han manifestado la misma esencia del
egoísmo. Cuando ya no puedan usar el dinero, se lo darán a Dios. Pero lo
retendrán durante tanto tiempo como puedan, hasta que los obligue a
abandonarlo un mensajero a quien no se puede despedir.
Un
testamento tal es frecuentemente evidencia de verdadera avaricia. Dios
nos ha hecho a todos administradores suyos, y en ningún caso nos ha
autorizado para descuidar nuestro deber o dejarlo a fin de que otros lo
hagan. El pedido de recursos para fomentar la causa de la verdad no será
nunca más urgente que ahora. Nuestro dinero no hará nunca mayor suma de
bien que actualmente. Cada día de demora en invertirlo debidamente
limita el período en que resultará benéfico para la salvación de las
almas. Si dejamos que otros efectúen aquello que Dios nos ha asignado a
nosotros, nos perjudicamos a nosotros mismos y a Aquel que nos dió todo
lo que tenemos. ¿Cómo pueden los demás hacer nuestra obra de
benevolencia mejor que nosotros? Dios quiere que cada uno sea durante su
vida el ejecutor de su propio testamento en este asunto. La adversidad,
los accidentes o la intriga pueden suprimir para siempre los propuestos
actos de benevolencia, cuando el que acumuló una fortuna ya no está más
para custodiarla. Es triste que tantos estén descuidando la
actual áurea oportunidad de hacer bien y aguarden hasta perder su
mayordomía antes de devolver al Señor los recursos que les prestó para
que los empleasen para su gloria.