EL ESPÍRITU SANTO, EL MAYOR DE LOS
DONES
"Y estando
en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz." Fil. 2: 8.
La exaltación de Cristo será
directamente proporcional a su humillación. Para poder ser el Salvador, el
Redentor, tenía que pasar primero por el sacrificio. ¡Qué misterios encontramos
en la piedad de Cristo! Después de magnificar la ley y engrandecerla, al aceptar
sus condiciones para salvar a un mundo de la ruina, Cristo se apresuró a ir al
cielo para perfeccionar su obra y cumplir su misión al enviar el Espíritu Santo
a sus discípulos. De ese modo aseguró a sus creyentes que no los había olvidado,
aunque se encontrara ahora en la presencia de Dios, donde hay plenitud de gozo
para siempre.
El Espíritu Santo debía descender sobre los que amaban a
Cristo en este mundo. De ese modo se los capacitaría, por medio de la
glorificación de Aquel que era su cabeza, para recibir todo don necesario para
el cumplimiento de su misión. El Dador de la vida poseía no sólo las llaves de
la muerte, sino un cielo lleno de ricas bendiciones. Todo el poder del cielo y
de la tierra estaba a su disposición, y al tomar su lugar en las cortes
celestiales podía prodigar esas bendiciones a todos los que lo recibieran.
Cristo dijo a sus discípulos: "Os conviene que yo me vaya; porque si no me
fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré"
(Juan 16: 7). Este era el mayor de los dones. El Espíritu Santo descendió como
el tesoro más precioso que el hombre podía aceptar. La iglesia recibió el
bautismo del poder del Espíritu. Los discípulos fueron preparados para salir y
proclamar a Cristo primero en Jerusalén, donde se había llevado a cabo la
vergonzosa obra de deshonrar al verdadero Rey, y a partir de allí debían ir
hasta los confines de la tierra. . .
¡Cuán plenas y amplias son las
bendiciones que se derraman sobre los que quieren acudir a Dios en nombre de su
Hijo! Si están dispuestos a cumplir las condiciones señaladas en su Palabra, les
abrirá las ventanas de los cielos y derramará sobre ellos bendición hasta que
sobreabunde. . . Si el pueblo de Dios está dispuesto a santificarse mediante la
obediencia a sus preceptos, el Señor obrará en su medio. Regenerará las almas
humildes y contritas para que sus caracteres sean puros y santos ( Manuscrito
128 , del 28 de noviembre de 1897, "El único verdadero Mediador").