"Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y
seré más blanco que la nieve." (Salmos 51: 7).
La mayor y más urgente de
todas nuestras necesidades es un reavivamiento de la verdadera
piedad en nuestro medio. Procurarlo debería ser nuestra primera obra. Debe haber
esfuerzos fervientes para obtener las bendiciones del Señor, no porque Dios no
esté dispuesto a conferirnos sus bendiciones, sino porque no estamos preparados
para recibirlas. Nuestro Padre celestial está más dispuesto a dar su Espíritu
Santo a los que se lo piden, que los padres terrenales a dar buenas dádivas a
sus hijos. Sin embargo, mediante la confesión, la humillación, el
arrepentimiento y la oración ferviente nos corresponde cumplir con las
condiciones en virtud de las cuales Dios ha prometido concedemos su bendición.
Sólo en respuesta a la oración debe esperarse un reavivamiento. Mientras la
gente esté tan destituida del Espíritu Santo de Dios, no puede apreciar la
predicación de la Palabra; pero cuando el poder del Espíritu toca su corazón,
entonces no quedarán sin efecto los discursos presentados. Guiados por las
enseñanzas de la Palabra de Dios, con la manifestación de su Espíritu,
ejercitando un sano juicio, los que asisten a nuestras reuniones obtendrán una
experiencia preciosa y, al volver a su hogar, estarán preparados para ejercer
una influencia saludable.
Los que fueron portaestandartes antaño sabían
lo que era luchar con Dios en oración y disfrutar del derramamiento de su
Espíritu. Pero los tales están desapareciendo del escenario, ¿y quiénes surgen
para ocupar sus lugares? ¿Cómo es la nueva generación? ¿Está convertida a Dios?
¿Estamos atentos a la obra que se realiza en el santuario celestial, o esperamos
que algún poder apremiante venga a la iglesia antes de que nos despertemos?
¿Esperamos que se reavive toda la iglesia? Ese
tiempo nunca llegará.
Hay personas en la iglesia que no están
convertidas y que no se unirán a la oración ferviente y eficaz. Debemos hacer la
obra individualmente. Debemos orar más y hablar menos.- Mensajes selectos, t. 1,
pp. 141, 142