El 20 de febrero de 1878 fue elegido al solio pontificio, con el nombre de León XIII, el cardenal Vincenzo Gioacchino Pecci. Tenía casi 68 años. Había nacido en Carpineto Romano el 2 de marzo de 1810. No pocos pensaron en un pontificado de transición. En cambio, gobernaría la Iglesia durante veinticinco años, hasta su muerte, acaecida el 20 de julio de 1903.
Antes de su elección, Gioacchino Pecci había desempeñado funciones diplomáticas y pastorales de gran relieve. De 1838 a 1841 había sido delegado apostólico en Benevento; de 1841 a 1842 delegado apostólico primero en Espoleto y después en Perugia; de 1842 a 1845 nuncio apostólico en Bélgica; y de 1846 a 1878 obispo de Perugia. Misiones delicadas, a veces difíciles, como en Bélgica, donde entró en conflicto con el Gobierno por haber apoyado a los obispos belgas en la controversia relativa a algunas medidas sobre la escuela y la universidad. Una experiencia difícil, que concluyó mal. La corte y el Gobierno belga no acogieron de buen grado el celo del nuncio y pidieron su sustitución. Fue muy largo —más de treinta años— su episcopado en Perugia, donde, entre otros problemas, debió afrontar la anexión de Umbría al Reino de Italia en 1861.
León XIII recogía la difícil herencia de una Iglesia que se había enfrentado a los Estados nacionales burgueses y liberales, animados por una laicismo generalizado y en muchos casos por hostilidad a la religión. En su primera encíclica, la Inscrutabili Dei consilio (21 de abril de 1878), describía la nueva realidad que había alterado el antiguo equilibrio social y político con estas palabras: «Se presenta a nuestra mirada el triste espectáculo de los males que en todas partes afligen al género humano: esta alteración tan universal de los principios que, como fundamento, sostienen el orden social; la protervia de las mentes intolerantes a cualquier tipo de obediencia legítima; la instigación frecuente a las discordias, de las cuales brotan las disputas internas y las guerras crueles y sangrientas. (...) La causa principal de tantos males reside —estamos convencidos de ello— en el desprecio y en el rechazo de la santa y augustísima autoridad de la Iglesia, que en nombre de Dios preside al género humano, y es vindicadora y defensora de todo poder legítimo».
Un problema doloroso para la Iglesia era la «cuestión romana». El proceso de unificación nacional italiana había costado la pérdida del poder temporal, que Pío ix consideraba instrumento y garantía para la libre realización de su acción espiritual. La brecha de Puerta Pía, a pesar de su carácter incruento, había originado una situación traumática para los católicos italianos. Así, la «cuestión romana» se transformó en uno de los problemas más complejos de la historia italiana del siglo XIX. «Jamás dejaremos de exigir —había afirmado León XIII en su primera encíclica— que se respete nuestra autoridad, que nuestro ministerio y nuestra potestad sean plenamente libres e independientes, y que se nos restituya la posición que la Sabiduría divina desde hace mucho tiempo había otorgado a los Pontífices de Roma».
La situación de la Iglesia era delicada también en sus relaciones con los demás Gobiernos europeos. Su actitud hostil con respecto a los movimientos liberales que aparecieron en Europa a mediados del siglo XIX había determinado la rotura de sus antiguas relaciones con las mayores potencias del continente. En particular, en Francia la tercera República se caracterizaba por un fuerte radicalismo antirreligioso, que había terminado por provocar en los católicos franceses una actitud de rechazo del nuevo régimen republicano. En Alemania, Bismarck no sólo había puesto las bases del imperio alemán sobre el protestantismo prusiano, sino que con el Kulturkampf había emprendido también un duro conflicto con la Iglesia. La Rusia cismática y la Inglaterra reformada no parecían dispuestas a apoyar las razones de la Iglesia romana, mientras que la monarquía de los Habsburgo se preparaba para establecer con Italia y Alemania una alianza destinada a aislar más a la Santa Sede.
Aunque la llegada de León XIII no parece modificar la orientación intransigente de su predecesor, es posible captar en el nuevo Pontífice la prudencia que confirmaba su fama de hombre ponderado, que evita los tonos duros y la polémica sobre las reivindicaciones temporales, aun manteniendo firme la posición oficial de la Santa Sede y la protesta por las condiciones que se le habían impuesto.http://www.osservatoreromano.va/portal/dt?JSPTabContainer.setSelected=JSPTabContainer%2FDetail&last=false=&path=/news/cultura/2010/049q10-Leone-XIII-e-la--coscienza-sociale-della-Ch.html&title= Le%C3%B3n XIII y la conciencia social de la Iglesia &locale=es
Antes de su elección, Gioacchino Pecci había desempeñado funciones diplomáticas y pastorales de gran relieve. De 1838 a 1841 había sido delegado apostólico en Benevento; de 1841 a 1842 delegado apostólico primero en Espoleto y después en Perugia; de 1842 a 1845 nuncio apostólico en Bélgica; y de 1846 a 1878 obispo de Perugia. Misiones delicadas, a veces difíciles, como en Bélgica, donde entró en conflicto con el Gobierno por haber apoyado a los obispos belgas en la controversia relativa a algunas medidas sobre la escuela y la universidad. Una experiencia difícil, que concluyó mal. La corte y el Gobierno belga no acogieron de buen grado el celo del nuncio y pidieron su sustitución. Fue muy largo —más de treinta años— su episcopado en Perugia, donde, entre otros problemas, debió afrontar la anexión de Umbría al Reino de Italia en 1861.
León XIII recogía la difícil herencia de una Iglesia que se había enfrentado a los Estados nacionales burgueses y liberales, animados por una laicismo generalizado y en muchos casos por hostilidad a la religión. En su primera encíclica, la Inscrutabili Dei consilio (21 de abril de 1878), describía la nueva realidad que había alterado el antiguo equilibrio social y político con estas palabras: «Se presenta a nuestra mirada el triste espectáculo de los males que en todas partes afligen al género humano: esta alteración tan universal de los principios que, como fundamento, sostienen el orden social; la protervia de las mentes intolerantes a cualquier tipo de obediencia legítima; la instigación frecuente a las discordias, de las cuales brotan las disputas internas y las guerras crueles y sangrientas. (...) La causa principal de tantos males reside —estamos convencidos de ello— en el desprecio y en el rechazo de la santa y augustísima autoridad de la Iglesia, que en nombre de Dios preside al género humano, y es vindicadora y defensora de todo poder legítimo».
Un problema doloroso para la Iglesia era la «cuestión romana». El proceso de unificación nacional italiana había costado la pérdida del poder temporal, que Pío ix consideraba instrumento y garantía para la libre realización de su acción espiritual. La brecha de Puerta Pía, a pesar de su carácter incruento, había originado una situación traumática para los católicos italianos. Así, la «cuestión romana» se transformó en uno de los problemas más complejos de la historia italiana del siglo XIX. «Jamás dejaremos de exigir —había afirmado León XIII en su primera encíclica— que se respete nuestra autoridad, que nuestro ministerio y nuestra potestad sean plenamente libres e independientes, y que se nos restituya la posición que la Sabiduría divina desde hace mucho tiempo había otorgado a los Pontífices de Roma».
La situación de la Iglesia era delicada también en sus relaciones con los demás Gobiernos europeos. Su actitud hostil con respecto a los movimientos liberales que aparecieron en Europa a mediados del siglo XIX había determinado la rotura de sus antiguas relaciones con las mayores potencias del continente. En particular, en Francia la tercera República se caracterizaba por un fuerte radicalismo antirreligioso, que había terminado por provocar en los católicos franceses una actitud de rechazo del nuevo régimen republicano. En Alemania, Bismarck no sólo había puesto las bases del imperio alemán sobre el protestantismo prusiano, sino que con el Kulturkampf había emprendido también un duro conflicto con la Iglesia. La Rusia cismática y la Inglaterra reformada no parecían dispuestas a apoyar las razones de la Iglesia romana, mientras que la monarquía de los Habsburgo se preparaba para establecer con Italia y Alemania una alianza destinada a aislar más a la Santa Sede.
Aunque la llegada de León XIII no parece modificar la orientación intransigente de su predecesor, es posible captar en el nuevo Pontífice la prudencia que confirmaba su fama de hombre ponderado, que evita los tonos duros y la polémica sobre las reivindicaciones temporales, aun manteniendo firme la posición oficial de la Santa Sede y la protesta por las condiciones que se le habían impuesto.http://www.osservatoreromano.va/portal/dt?JSPTabContainer.setSelected=JSPTabContainer%2FDetail&last=false=&path=/news/cultura/2010/049q10-Leone-XIII-e-la--coscienza-sociale-della-Ch.html&title= Le%C3%B3n XIII y la conciencia social de la Iglesia &locale=es