La naturaleza habla de Dios
Acordéme de los días antiguos; meditaba en todas tus obras; reflexionaba en las obras de tus manos. Extendí mis manos a ti; mi alma a ti como la tierra sedienta. Salmos 143:5, 6.
Hemos contemplado las altas y terraplenadas montañas en su majestuosa hermosura, con sus rocosas murallas almenadas asemejando grandes y antiguos castillos. Estas montañas nos hablan de la ira desoladora de Dios al vindicar su ley quebrantada, porque fueron levantadas por las tormentosas convulsiones del diluvio. Son como poderosas olas que se detuvieron inmóviles ante la orden de Dios; como ondas embravecidas, detenidas en su orgullosa marejada. Esas altísimas montañas pertenecen a Dios; él gobierna sobre su rocosa solidez. La riqueza de sus minas también le pertenece, lo mismo que los profundos lugares de la tierra.
Si queréis ver las evidencias de que hay un Dios contemplad a vuestro alrededor, al azar. El está hablando a vuestros sentidos e impresionando vuestra alma mediante sus obras creadas. Dejad que vuestros corazones reciban esas impresiones, y la naturaleza será para vosotros un libro abierto, y os enseñará la verdad divina a través de las cosas familiares. Los árboles elevados no serán considerados con indiferencia. Cada flor que se abre, cada hoja con sus venas delicadas, testificará de la habilidad infinita del gran Artista Maestro. Las rocas macizas y las elevadas montañas que se levantan a la distancia, no son el resultado de la casualidad. Hablan con silenciosa elocuencia de Aquel que se sienta en el trono del universo, exaltado y excelso. “Conocidas son a Dios desde el siglo todas sus obras”. Hechos 15:18. Todos sus planes son perfectos. ¡Cuánto pavor y reverencia debiera inspirar su nombre!
Dios mismo es la Roca de la eternidad, un refugio para su pueblo, una protección contra la tormenta, una sombra protectora del ardiente calor. El nos ha dado sus promesas, las cuales son más firmes e inamovibles que las alturas rocosas, las colinas eternas. Las montañas desaparecerán, y las colinas serán removidas, pero su bondad no desaparecerá, tampoco será conmovido su pacto de paz de aquellos que mediante la fe hacen de él su confianza. Si buscamos a Dios en demanda de ayuda con tanta firmeza como esas montañas desnudas y rocosas señalan a los cielos, nunca seremos movidos de nuestra fe en él y de nuestro sometimiento a su ley divina.—The Review and Herald, 24 de febrero de 1885, pp. 114.
Acordéme de los días antiguos; meditaba en todas tus obras; reflexionaba en las obras de tus manos. Extendí mis manos a ti; mi alma a ti como la tierra sedienta. Salmos 143:5, 6.
Hemos contemplado las altas y terraplenadas montañas en su majestuosa hermosura, con sus rocosas murallas almenadas asemejando grandes y antiguos castillos. Estas montañas nos hablan de la ira desoladora de Dios al vindicar su ley quebrantada, porque fueron levantadas por las tormentosas convulsiones del diluvio. Son como poderosas olas que se detuvieron inmóviles ante la orden de Dios; como ondas embravecidas, detenidas en su orgullosa marejada. Esas altísimas montañas pertenecen a Dios; él gobierna sobre su rocosa solidez. La riqueza de sus minas también le pertenece, lo mismo que los profundos lugares de la tierra.
Si queréis ver las evidencias de que hay un Dios contemplad a vuestro alrededor, al azar. El está hablando a vuestros sentidos e impresionando vuestra alma mediante sus obras creadas. Dejad que vuestros corazones reciban esas impresiones, y la naturaleza será para vosotros un libro abierto, y os enseñará la verdad divina a través de las cosas familiares. Los árboles elevados no serán considerados con indiferencia. Cada flor que se abre, cada hoja con sus venas delicadas, testificará de la habilidad infinita del gran Artista Maestro. Las rocas macizas y las elevadas montañas que se levantan a la distancia, no son el resultado de la casualidad. Hablan con silenciosa elocuencia de Aquel que se sienta en el trono del universo, exaltado y excelso. “Conocidas son a Dios desde el siglo todas sus obras”. Hechos 15:18. Todos sus planes son perfectos. ¡Cuánto pavor y reverencia debiera inspirar su nombre!
Dios mismo es la Roca de la eternidad, un refugio para su pueblo, una protección contra la tormenta, una sombra protectora del ardiente calor. El nos ha dado sus promesas, las cuales son más firmes e inamovibles que las alturas rocosas, las colinas eternas. Las montañas desaparecerán, y las colinas serán removidas, pero su bondad no desaparecerá, tampoco será conmovido su pacto de paz de aquellos que mediante la fe hacen de él su confianza. Si buscamos a Dios en demanda de ayuda con tanta firmeza como esas montañas desnudas y rocosas señalan a los cielos, nunca seremos movidos de nuestra fe en él y de nuestro sometimiento a su ley divina.—The Review and Herald, 24 de febrero de 1885, pp. 114.