Estando en Loma Linda, California,
el 16 de abril de 1906, pasó delante de mí una de las más asombrosas
escenas. En una visión de la noche, yo estaba sobre una altura desde
donde veía las casas sacudirse como el viento sacude los juncos. Los
edificios, grandes y pequeños, se derrumbaban. Los sitios de recreo, los
teatros, hoteles y palacios suntuosos eran conmovidos y derribados.
Muchas vidas eran destruídas y los lamentos de los heridos y
aterrorizados llenaban el espacio.
Los
ángeles destructores, enviados por Dios, estaban obrando. Un simple
toque, y los edificios construídos tan sólidamente que los hombres los
tenían por resguardados de todo peligro quedaban reducidos a un montón
de escombros. Ninguna seguridad había en parte alguna. Personalmente, no
me sentía en peligro, pero no puedo describir las escenas terribles que
se desarrollaron ante mi vista. Era como si la paciencia de Dios se
hubiese agotado y hubiese llegado el día del juicio.
Entonces
el ángel que estaba a mi lado me dijo que muy pocas personas se dan
cuenta de la maldad que reina en el mundo hoy, especialmente en las
ciudades grandes. Declaró que el Señor ha fijado un tiempo cuando su ira
castigará a los transgresores por su persistente menoscabo de su ley.
Aunque
terrible, la escena que pasó ante mis ojos no me hizo tanta impresión
como las instrucciones que recibí en esa ocasión. El ángel que estaba a
mi lado declaró que la soberanía de Dios, el carácter sagrado de su ley,
deben ser manifestados a los que rehusan obstinadamente obedecer al Rey
de reyes. Los que prefieran quedar infieles habrán de ser heridos por
los juicios misericordiosos, a fin de que, si posible fuere, lleguen a
percatarse de la culpabilidad de su conducta.
Durante
el día siguiente, estuve pensando en las escenas que habían pasado ante
mis ojos y en las instrucciones que las habían acompañado. Por la tarde
fuimos a Glendale, cerca de Los Angeles. En el transcurso de la noche
siguiente, recibí nuevas instrucciones tocante al carácter santo y
obligatorio de los diez mandamientos y de la supremacía de Dios sobre
todos los gobernantes terrenales.
Me
parecía estar en medio de una asamblea, presentando al público los
requerimientos de la ley divina. Leí el pasaje relativo a la institución
del sábado en el Edén, al final de la semana de la creación, y lo
referente a la promulgación de la ley en el Sinaí. Después declaré que
el sábado debe ser observado como señal de un “pacto perpetuo” entre
Dios y los que le pertenecen, a fin de que sepan que son santificados
por Jehová, su Creador.
Luego
insistí en el hecho de que el gobierno de Dios rige supremo todos los
gobiernos de los hombres. Su ley debe ser regla de conducta para todos.
No es permitido a los hombres pervertir sus sentidos por la
intemperancia, o someter su mente a las influencias satánicas, porque
ello los deja en la imposibilidad de observar la ley de Dios. Aunque el
divino Soberano soporte con paciencia la maldad, no puede ser engañado, y
no callará para siempre. Su autoridad y supremacía como Príncipe del
universo, deben ser reconocidas, y las justas demandas de su ley
vindicadas.
Muchas otras instrucciones tocante a la longanimidad de Dios y la necesidad de hacer comprender a los transgresores
el peligro de la posición que ocupan delante de él, fueron repetidas al
público tal como yo las había recibido de mi instructor.
El
18 de abril, dos días después de haber tenido la visión del
derrumbamiento de los edificios, fuí a la capilla de la calle Carr, en
Los Angeles, donde se me esperaba. Como íbamos llegando, oímos a los
vendedores de diarios que gritaban: “¡San Francisco destruído por un
terremoto!” Con el corazón lleno de angustia leí las primeras noticias
del terrible desastre.
Dos
semanas más tarde, al volver a nuestra casa, pasamos por San Francisco,
y, alquilando un coche, visitamos por una hora y media la desolación de
aquella gran ciudad. Edificios reputados indestructibles yacían en
ruinas. Algunas casas estaban en parte hundidas en el suelo. La ciudad
ofrecía un cuadro lamentable de la vanidad de los esfuerzos humanos para
construir edificios a prueba de fuego y terremotos.
Por
boca del profeta Sofonías, el Señor habla de los juicios con que
afligirá a los que hacen el mal: “Destruiré del todo todas las cosas de
sobre la haz de la tierra, dice Jehová. Destruiré los hombres y las
bestias; destruiré las aves del cielo, y los peces de la mar, y las
piedras de tropiezo con los impíos; y talaré los hombres de sobre la haz
de la tierra, dice Jehová.”
“Y
será que en el día del sacrificio de Jehová, haré visitación sobre los
príncipes, y sobre los hijos del rey, y sobre todos los que visten
vestido extranjero. Asimismo haré visitación sobre todos los que saltan
la puerta, los que hinchen de robo y de engaño las casas de sus
señores.” ...
“Y
será en aquel tiempo, que yo escudriñaré a Jerusalem con candiles, y
haré visitación sobre los hombres que están sentados sobre sus heces,
los cuales dicen en su corazón: Jehová ni hará bien ni mal. Será por
tanto saqueada su hacienda, y sus casas asoladas: y edificarán casas,
mas no las habitarán; y plantarán viñas, mas no beberán el vino de
ellas.”
“Cercano está el día grande de Jehová, cercano y muy presuroso; voz amarga del día de Jehová; gritará allí el valiente.
Día de ira aquel día, día de angustia y de aprieto, día de alboroto y
de asolamiento, día de tiniebla y de obscuridad, día de nublado y de
entenebrecimiento, día de trompeta y de algazara, sobre las ciudades
fuertes, y sobre las altas torres. Y atribularé los hombres, y andarán
como ciegos, porque pecaron contra Jehová: y la sangre de ellos será
derramada como polvo, y su carne como estiércol. Ni su plata ni su oro
podrá librarlos en el día de la ira de Jehová; pues toda la tierra será
consumida con el fuego de su celo: porque ciertamente consumación
apresurada hará con todos los moradores de la tierra.” Sofonías 1:2, 3, 8-18.