miércoles, 16 de enero de 2013

Nuestra Elevada Vocación.Elena G. de White

Una norma más elevada


El ladrón no viene sino para hurtar, y matar, y destruir: yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.
Juan 10:10.


¡Cuánta plenitud se expresa en estas palabras: “Yo soy la luz del mundo”. Juan 8:12. “Yo soy el pan de vida”. Juan 6:35. “Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida”. Juan 14:6. “Yo soy el Buen Pastor”. Juan 10:14. “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia”. Juan 10:10. Esta es la vida que debemos tener, y debemos tenerla más abundantemente. Dios dará su vida a cada alma que muera al yo, y viva para Cristo. Pero se requiere para ello un completo renunciamiento al yo. A menos que ocurra esto, seguiremos llevando con nosotros el pecado que destruye nuestra felicidad. Pero cuando se crucifica el yo, Cristo vive en nosotros, y el poder del Espíritu asiste nuestros esfuerzos.


Yo quisiera que llegáramos a ser lo que Dios quiere que seamos: todos luz en el Señor. Necesitamos alcanzar una norma más elevada, pero no lo lograremos hasta que pongamos sobre el altar nuestro yo, hasta que permitamos que el Espíritu Santo nos controle, modelándonos de acuerdo con la similitud divina. Necesitamos consagrar diariamente nuestro ser al servicio de Dios. Debemos acudir hacia Dios con fe. ... Necesitamos humillarnos nosotros mismos delante de Dios. Es el yo con quien primero tenemos que tratar. Hagamos una estrecha crítica del corazón. Escudriñémoslo, para descubrir qué es lo que impide el libre acceso del Espíritu Santo. Necesitamos recibir el Espíritu Santo. Entonces tendremos poder para prevalecer con Dios.


No basta el mero asentimiento de la verdad. Debemos vivir diariamente la verdad. Debemos encerrarnos con Dios, y entregarle todo a él. No es suficiente escuchar las grandes verdades de la Palabra. Podemos formularnos la pregunta: “¿Mora Cristo en mi corazón por fe?” Sólo él puede mostrarnos nuestra necesidad y revelarnos la dignidad y la gloria de la verdad. En el altar del sacrificio propio—el lugar designado para el encuentro de Dios y el alma—recibimos de la mano de Dios la antorcha celestial, que busca el corazón, revelando su gran necesidad de un Cristo perdurable.—Manuscrito 9, 1899.

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