El mensaje de laodicea se aplica al pueblo
de Dios que profesa creer en la verdad presente. La mayor parte está constituida
por tibios profesos, que tienen un nombre pero ningún celo. Dios indicó que
quería, en el gran corazón de la obra, hombres que corrigiesen el estado de
cosas que existía allí, y permaneciesen como fieles centinelas en su puesto del
deber. Les ha dado luz en todo punto, para instruirlos, estimularlos y
confirmarlos, según lo requería su caso. Pero no obstante todo esto, los que
debieran ser fieles y veraces, fervientes en el celo cristiano, de espíritu
misericordioso, conociendo y amando fervientemente a Jesús, se encuentran
ayudando al enemigo para debilitar y desalentar a aquellos a quienes Dios está
empleando para fortalecer la obra. El término "tibio" se aplica a esta clase de
personas. Profesan amar la verdad, pero son deficientes en la devoción y el
fervor cristianos. No se atreven a abandonar del todo la verdad y correr el
riesgo de los incrédulos; pero no están dispuestos a morir al yo y seguir de
cerca los principios de su fe.
Para los laodiceos la única esperanza consiste en una clara visión de su situación delante de Dios, en un conocimiento de la naturaleza de su enfermedad. No son ni fríos ni calientes; ocupan una posición neutral, y al mismo tiempo se lisonjean de que no les falta nada. El Testigo Fiel aborrece esta tibieza. Abomina la indiferencia 254 de esta clase de personas. Dice él: "¡Ojalá fueses frío, o caliente!" Como el agua tibia, le causan náuseas. No son ni despreocupados ni egoístamente tercos. No se empeñan cabal y cordialmente en la obra de Dios, identificándose con sus intereses; sino que se mantienen apartados, y están listos para abandonar su puesto cuando lo exigen sus intereses personales mundanos. Falta en su corazón la obra interna de la gracia; de los tales se dice: "Tú dices: Yo soy rico, y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa y no conoces que tú eres un cuitado y miserable y pobre y ciego y desnudo."
La fe y el amor son las verdaderas riquezas, el oro puro que el Testigo Fiel les aconseja a los tibios que compren. Por ricos que seamos en los tesoros terrenales, toda nuestra riqueza no nos habilita para comprar los preciosos remedios que curan la enfermedad del alma que se llama tibieza. El intelecto y las riquezas terrenales son impotentes para suprimir los defectos de la iglesia de laodicea, o para remediar su deplorable condición. Sus miembros eran ciegos, y sin embargo creían que nada les faltaba. El Espíritu de Dios no iluminaba sus mentes, y ellos no percibían su estado pecaminoso; por lo tanto, no sentían la necesidad de ayuda.
Para los laodiceos la única esperanza consiste en una clara visión de su situación delante de Dios, en un conocimiento de la naturaleza de su enfermedad. No son ni fríos ni calientes; ocupan una posición neutral, y al mismo tiempo se lisonjean de que no les falta nada. El Testigo Fiel aborrece esta tibieza. Abomina la indiferencia 254 de esta clase de personas. Dice él: "¡Ojalá fueses frío, o caliente!" Como el agua tibia, le causan náuseas. No son ni despreocupados ni egoístamente tercos. No se empeñan cabal y cordialmente en la obra de Dios, identificándose con sus intereses; sino que se mantienen apartados, y están listos para abandonar su puesto cuando lo exigen sus intereses personales mundanos. Falta en su corazón la obra interna de la gracia; de los tales se dice: "Tú dices: Yo soy rico, y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa y no conoces que tú eres un cuitado y miserable y pobre y ciego y desnudo."
La fe y el amor son las verdaderas riquezas, el oro puro que el Testigo Fiel les aconseja a los tibios que compren. Por ricos que seamos en los tesoros terrenales, toda nuestra riqueza no nos habilita para comprar los preciosos remedios que curan la enfermedad del alma que se llama tibieza. El intelecto y las riquezas terrenales son impotentes para suprimir los defectos de la iglesia de laodicea, o para remediar su deplorable condición. Sus miembros eran ciegos, y sin embargo creían que nada les faltaba. El Espíritu de Dios no iluminaba sus mentes, y ellos no percibían su estado pecaminoso; por lo tanto, no sentían la necesidad de ayuda.
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