Gozo en el servicio humilde
Señor, ¿qué quieres que haga? Hechos 9:6.
No importa cuál sea nuestra posición, o cuán limitadas sean nuestras capacidades, tenemos que hacer una obra para el Maestro. Nuestras gracias se desarrollan y maduran mediante el ejercicio. Con la verdad de Dios ardiendo en el alma no podemos estar ociosos. La felicidad que experimentaremos al obrar, compensará aun en esta vida todo esfuerzo realizado. Únicamente aquellos que han experimentado la felicidad que resulta del esfuerzo de la negación del yo en el servicio de Cristo, pueden hablar de esto con comprensión. En realidad, es un gozo tan puro y tan profundo que el lenguaje humano no puede expresarlo.
“... A través del día pasajero de la vida hay una obra especial señalada para vosotros; puede ser la más humilde, puede ser tal, que las capacidades más bajas la realicen. Pero nadie, fuera de vosotros, puede hacer vuestra obra. ‘¿Qué quieres que haga?’ Trabajad con empeño por la gloria de vuestro Redentor, trabajad por él. Iluminados a cada instante desde arriba, esforzaos por glorificar a Dios en cada acción, sin permitir que ningún pensamiento egoísta disminuya el esplendor de la vida”. ...
Podemos tener a Cristo con nosotros mientras realizamos nuestras tareas diarias. Dondequiera que estemos, en cualquier cosa que estemos empeñados, podemos obrar con elevación porque estamos unidos a Cristo. Podemos realizar nuestros humildes deberes de la vida ennoblecidos y santificados mediante la seguridad del amor de Dios.
Trabajando en las tareas más humildes por principio, las investimos de dignidad. El conocimiento de que en realidad somos los siervos de Cristo proporcionará un elevado tono de carácter a nuestros deberes—seremos siempre pacientes, corteses y gozosos. ...
Si la gente ve que tenéis principios firmes, que sois osados en el cumplimiento del deber, celosos, procurando ejemplificar a Cristo en vuestro trabajo diario, y que sin embargo sois humildes, mansos, corteses y tiernos, pacientes y perdonadores, listos para sufrir y para perdonar las injurias, seréis epístolas vivientes conocidas y leídas por todos los hombres.—Carta 9, 1873, pp. 5, 6.
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