jueves, 20 de abril de 2023

Deberes para con los hijos


Se me ha mostrado que generalmente los padres no se han conducido debidamente para con sus hijos. No los han refrenado como debieran haberlo hecho, sino que les han permitido manifestar orgullo y seguir sus propias inclinaciones. Antiguamente, la autoridad paterna era respetada: los hijos estaban entonces sujetos a sus padres, y los temían y reverenciaban; pero en estos últimos días el orden ha sido invertido. Algunos padres están sujetos a sus hijos. Temen contrariar su voluntad, y por lo tanto ceden a lo que les exigen. Pero mientras que los hijos están bajo el techo de sus padres, y dependen de ellos, deben estar sujetos a su voluntad. Los padres deben obrar con decisión, requiriendo que se acate lo que ellos consideran correcto. Elí podría haber reprendido a sus hijos perversos, pero temía desagradarles. Los dejó persistir en su rebeldía, hasta que llegaron a ser una maldición para Israel. Se exige que los padres refrenen a sus hijos. La salvación de éstos depende en gran parte de la conducta seguida por los padres. En su amor y ternura equivocados, muchos padres miman a sus hijos para perjuicio de éstos, fomentan su orgullo, y los atavían con adornos que los envanecen e inducen a pensar que el traje es lo que hace a un caballero o a una dama. Pero una corta relación con ellos convence a quienes los tratan de que una hermosa apariencia no es suficiente para ocultar la deformidad del corazón desprovisto de las gracias cristianas, pero lleno de amor propio, altanería, y pasiones sin freno. Los que aman la mansedumbre, la humildad y la virtud, deben huir de tal sociedad, aun cuando sea la de hijos de observadores del sábado. Su compañía es deletérea; su influencia conduce a la muerte. Los padres no se dan cuenta de la influencia destructora que ejerce la semilla que están sembrando. Ella brotará y dará un fruto que hará a los hijos despreciar la autoridad paterna. Aunque sean adultos, se requiere de los hijos que respeten a sus padres, y que se preocupen por su comodidad. Deben seguir los consejos de padres piadosos, y no han de pensar que porque han cumplido algunos años más ya no tienen obligaciones para con ellos. Hay un mandamiento que encierra una promesa para aquellos que amen a su padre y a su madre. En estos postreros días, los hijos se distinguen tanto por su desobediencia y falta de respeto, que Dios lo ha notado especialmente. Ello constituye una señal de que el fin se acerca y demuestra que Satanás ejerce un dominio casi completo sobre la mente de los jóvenes. Muchos no respetan ya las canas. Se considera que eso es anticuado; que es una costumbre que data de los tiempos de Abrahán. Dijo Dios: “Yo lo he conocido, sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí.” Génesis 18:19. Antiguamente, no se permitía a los hijos que se casaran sin el consentimiento de sus padres. Los padres elegían los cónyuges de sus hijos. Se consideraba delito que los hijos contrajesen matrimonio por su propia responsabilidad. Primero se presentaba el asunto ante los padres, y ellos habían de considerar si la persona que iba a ser puesta en íntima relación con ellos era digna, y si las partes contrayentes podían sostener una familia. Se consideraba de suma importancia el que ellos, como adoradores del verdadero Dios, no se uniesen en matrimonio con gente idólatra, a fin de que sus familias no fuesen apartadas de Dios. Aun después que los hijos se habían casado, se hallaban bajo la más solemne obligación para con sus padres. Su juicio no era considerado aun entonces como suficiente sin el consejo de los padres, y se les exigía que respetasen y acatasen sus deseos, a menos que éstos se opusieran a los requisitos de Dios. También fué llamada mi atención a la condición de los jóvenes en estos últimos días. No se ejerce dominio sobre los niños. Padres, debéis principiar vuestra primera lección de disciplina cuando vuestros hijos son aún niños mamantes en vuestros brazos. Enseñadles a conformar su voluntad a la vuestra. Esto puede hacerse con serenidad y firmeza. Los padres deben ejercer un dominio perfecto sobre su propio genio, y con mansedumbre, aunque con firmeza, doblegar la voluntad del niño hasta que no espere otra cosa sino el deber de ceder a sus deseos.

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