martes, 12 de diciembre de 2023

La eficacia de la sangre de Cristo


A los hijos de Israel se les ordenó antiguamente que trajesen una ofrenda para toda la congregación, a fin de purificarla de la contaminación ceremonial. Este sacrificio era una vaquillona roja que representaba la ofrenda más perfecta que debía redimirlos de la contaminación del pecado. Era un sacrificio que se ofrecía circunstancialmente para purificar a todos los que habían llegado, por necesidad o accidente, a tocar muertos. A todos los que habían tenido algo que ver con la muerte se los consideraba ceremonialmente inmundos. Esto tenía como propósito inculcar entre los hebreos el hecho de que la muerte es consecuencia del pecado, y por lo tanto representa al mismo. La vaquillona, el arca y la serpiente de bronce: cada una de estas cosas señalaba en forma impresionante a la única gran ofrenda: el sacrificio de Cristo. Esta vaquillona debía ser roja, símbolo de la sangre. Debía ser sin mancha ni defecto y no debía haber llevado nunca el yugo. En esto también prefiguraba a Cristo. El Hijo de Dios vino voluntariamente a realizar la obra de la expiación. No pesó sobre él ningún yugo obligatorio; porque era independiente y superior a toda ley. Los ángeles, como inteligentes mensajeros de Dios, estaban bajo el yugo de la obligación; ningún sacrificio personal de ellos podía expiar la culpabilidad del hombre caído. Únicamente Cristo estaba libre de las exigencias de la ley para emprender la redención de la especie pecaminosa. Tenía poder para deponer su vida y para volverla a tomar. “El cual, siendo en forma de Dios, no tuvo por usurpación ser igual a Dios.” Filipenses 2:6. Sin embargo, este ser glorioso amaba al pobre pecador y tomó sobre sí la forma de siervo, a fin de sufrir y morir en lugar del hombre. Jesús podría haber permanecido a la diestra de su Padre, llevando su corona y vestiduras regias. Pero prefirió cambiar todas las riquezas, honores y gloria del cielo por la pobreza de la humanidad; y su alto puesto por los horrores del Getsemaní y la humillación y agonía del Calvario. Se hizo Varón de dolores, experimentado en quebranto, a fin de que por su bautismo de sufrimiento y sangre pudiese purificar y redimir a un mundo culpable. “Heme aquí—fué su gozoso asentimiento—para que haga, oh Dios, tu voluntad.” Hebreos 10:7. Se conducía fuera del campamento a la vaquillona destinada al sacrificio, y se la mataba en medio de una imponente ceremonia. Así sufrió Cristo fuera de las puertas de Jerusalén, porque el Calvario estaba fuera de las murallas de la ciudad. Esto era para demostrar que Cristo no moría sólo por los hebreos, sino por toda la humanidad. Proclama a un mundo caído que ha venido para ser su Redentor, y le insta a aceptar la salvación que le ofrece. Una vez degollada la vaquillona en el transcurso de una ceremonia solemnísima, el sacerdote, ataviado con limpias vestiduras blancas recogía en sus manos la sangre mientras fluía del cuerpo de la víctima y la arrojaba siete veces hacia el templo. “Y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, lleguémonos con corazón verdadero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia y lavados los cuerpos con agua limpia.” Hebreos 10:21, 22. El cuerpo de la vaquillona se reducía a cenizas, lo cual significaba un sacrificio completo y amplio. Luego, una persona que no había sido contaminada por el contacto con los muertos recogía las cenizas, y las colocaba en una vasija que contenía agua de un arroyo. Esta persona limpia y pura tomaba luego un palo de cedro con un trapo escarlata y un manojo de hisopo y asperjaba el contenido de la vasija sobre el tabernáculo y la gente congregada. La ceremonia se repetía varias veces a fin de ser cabal, y se hacía como purificación del pecado. Así también Cristo, con su propia justicia inmaculada, después de derramar su preciosa sangre entra en el lugar santo a purificar el santuario. Y allí la corriente carmesí inicia el servicio de reconciliación entre Dios y el hombre. Algunos pueden considerar el sacrificio de la vaquillona como una ceremonia sin significado; pero se ejecutaba de acuerdo con la orden de Dios, y encierra un profundo significado que no ha perdido su aplicación en nuestro tiempo. El sacerdote usaba cedro e hisopo, lo sumergía en el agua de la purificación, y con ello rociaba lo inmundo. Esto simbolizaba la sangre de Cristo derramada para limpiarnos de las impurezas morales. Las repetidas aspersiones ilustran el carácter cabal de la obra que debe realizarse en favor del pecador arrepentido. Todo lo que éste tiene debe ser consagrado. No sólo debe purificar su propia alma, sino que debe esforzarse por que su familia, sus arreglos domésticos, su propiedad y todo lo que le pertenece, quede consagrado a Dios. Después de rociar con hisopo la tienda, sobre la puerta de aquellos que habían sido purificados se escribía: “No soy mío, Señor; soy tuyo.” Así debe ser con los que profesan ser purificados por la sangre de Cristo. Dios no es menos exigente ahora que en tiempos antiguos. En su oración, el salmista se refiere a esta ceremonia simbólica cuando dice: “Purifícame con hisopo, y seré limpio: lávame, y seré emblanquecido más que la nieve.” “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio; y renueva un espíritu recto dentro de mí.” “Vuélveme el gozo de tu salud; y el espíritu libre me sustente.” Salmos 51:7, 10, 12. La sangre de Cristo es eficaz, pero necesita ser aplicada continuamente. No sólo quiere Dios que sus siervos empleen para su gloria los recursos que les ha confiado, sino que desea que se consagren ellos mismos a su causa. Hermanos míos, si os habéis vuelto egoístas y estáis privando al Señor de aquello que debierais dar alegremente para su servicio, entonces necesitái, que se os aplique cabalmente la sangre de la aspersión, para consagraros vosotros y todos vuestros bienes a Dios.

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