miércoles, 13 de diciembre de 2023

La obediencia voluntaria


Abrahán era anciano cuando recibió de Dios la sorprendente orden de ofrecer a su hijo Isaac en holocausto. A Abrahán se lo consideraba anciano aun en su generación. El ardor de su juventud se había desvanecido. Ya no era fácil para él soportar penurias y afrontar peligros. En el vigor de la juventud, el hombre puede hacer frente a la tormenta con orgullosa conciencia de su fuerza, y elevarse por encima de los desalientos que harían desfallecer su corazón más tarde en la vida cuando sus pasos se dirigen vacilantes hacia la tumba. Pero en su providencia, Dios reservó su última y más penosa prueba para Abrahán cuando la carga de los años le oprimía y anhelaba descansar de la ansiedad y los afanes. El Señor le habló diciendo: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas ... y ofrécelo ... en holocausto.” Génesis 22:2. El corazón del anciano se paralizó de horror. La pérdida de ese hijo por alguna enfermedad habría partido el corazón del amante padre y el pesar habría doblegado su encanecida cabeza; pero ahora se le ordenaba que derramase con su propia mano la sangre preciosa de aquel hijo. Eso le parecía una terrible imposibilidad. Sin embargo, Dios había hablado, y él debía obedecer a su palabra. Abrahán estaba cargado de años, pero esto no lo dispensaba del cumplimiento del deber. Empuñó el bordón de la fe, y con muda agonía tomó de la mano a su hijo, hermoso y sonrosado, lleno de salud y juventud, y salió para obedecer a la palabra de Dios. El anciano y gran patriarca era humano; sus pasiones y afectos eran como los nuestros y amaba a su hijo, solaz de su vejez, a quien había sido dada la promesa del Señor. Pero Abrahán no se detuvo a preguntar cómo se cumplirían las promesas de Dios si se daba muerte a Isaac. No se detuvo a razonar con su corazón dolorido, sino que ejecutó la orden divina al pie de la letra, hasta que, precisamente cuando estaba por hundir su cuchillo en las palpitantes carnes del joven, recibió la orden: “No extiendas tu mano sobre el muchacho, ... que ya conozco que temes a Dios, pues que no me rehusaste tu hijo, tu único.” Génesis 22:12. Este gran acto de fe está registrado en las páginas de la historia sagrada para que resplandezca sobre el mundo como ilustre ejemplo hasta el fin del tiempo. Abrahán no alegó que su vejez le dispensaba de obedecer a Dios. No dijo: “Mi cabello ha encanecido, ha desaparecido el vigor de mi virilidad; ¿quién consolará mi desfalleciente vida cuando Isaac no exista más? ¿Cómo puede un anciano padre derramar la sangre de su hijo unigénito?” No; Dios había hablado, y el hombre debía obedecer sin preguntas, murmuraciones ni desmayos en el camino. Necesitamos hoy la fe de Abrahán en nuestras iglesias, para iluminar las tinieblas que se acumulan en derredor de ellas, obscureciendo la suave luz del amor de Dios y atrofiando el sentimiento espiritual. La edad no nos excusará nunca de obedecer a Dios. Nuestra fe debe ser prolífica en buenas obras, porque la fe sin obras es muerta. Cada deber cumplido, cada sacrificio hecho en el nombre de Jesús, produce una excelsa recompensa. En el mismo acto del deber, Dios habla y da su bendición. Pero requiere de nosotros que le entreguemos completamente nuestras facultades. La mente y el corazón, el ser entero, deben serle dados, o no llegaremos a ser verdaderos cristianos. Dios no ha privado al hombre de nada que pueda asegurarle riquezas eternas. Ha revestido la tierra de belleza y la ha ordenado para su uso y comodidad durante su vida temporal. Dió a su Hijo para que muriese por la redención de un mundo que había caído por el pecado y la insensatez. Un amor tan incomparable y un sacrificio tan infinito exigen nuestra obediencia más estricta, nuestro amor más santo, nuestra fe ilimitada. Sin embargo, todas estas virtudes, aun ejercidas en su mayor extensión, no pueden compararse con el gran sacrificio que fué ofrecido por nosotros.

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