No nos toca publicar simplemente una teoría de la verdad, sino presentar una ilustración práctica de ella en nuestro carácter y en nuestra vida. Nuestras casas editoriales deben ser para el mundo una encarnación de los principios cristianos. En estas instituciones, si se logra el propósito de Dios a su respecto, Cristo mismo encabeza el personal. Los ángeles santos vigilan el trabajo en cada departamento. Todo lo que se hace en ellas lleva el sello del cielo, y demuestra la excelencia del carácter de Dios.
Dios ordenó que su obra se presentara al mundo de un modo santo y distinto. Desea que sus hijos demuestren por su vida las ventajas del cristianismo sobre el espíritu mundano. Su gracia ha provisto todo lo necesario para que demostremos, en todas nuestras transacciones comerciales, la superioridad de los principios del cielo sobre los del mundo. Debemos demostrar que trabajamos según un plan más elevado que el de los mundanos. En todo, debemos dar pruebas de un carácter puro y demostrar que la verdad, aceptada y obedecida, hace de los que la reciben hijos e hijas de Dios, hijos del Rey de los cielos, y que, como tales, son honrados en todo lo que hacen, fieles, veraces y rectos en las cosas pequeñas como en las grandes. Dios desea que la perfección caracterice todos nuestros trabajos mecánicos o de otra clase. Desea que pongamos en cuanto hagamos para su servicio la exactitud, el talento, el tacto y la sabiduría que exigió cuando se construía el santuario terrenal. Desea que todos los asuntos tratados para su servicio sean tan puros, tan preciosos a sus ojos como el oro, el incienso y la mirra que los magos de Oriente trajeron en su fe sincera y sin mácula al niño Jesús. Así es como, en sus asuntos comerciales, los discípulos de Cristo deben ser portaluces para el mundo. Dios no les exige que se esfuercen para brillar. El no aprueba ninguna tentativa presuntuosa hecha para dar pruebas de una bondad superior. Desea sencillamente que su alma esté impregnada de los principios celestiales, y que, al ponerse en relación con el mundo, revelen la luz que hay en ellos. Su honradez, su rectitud, su fidelidad inquebrantable en todos los actos de la vida, llegarán a ser así una fuente de luz. El reino de Dios no se revela por apariencias que atraigan la atención. Se manifiesta por la calma proveniente de su palabra, por la operación interna del Espíritu Santo, por la comunión del alma con Aquel que es su vida. La mayor manifestación de su potencia se produce cuando la naturaleza humana es llevada a la perfección del carácter de Cristo. Una apariencia de riqueza o alta posición, la arquitectura o los muebles costosos, no son esenciales para el adelantamiento de la causa de Dios; como tampoco lo son las empresas que provocan los aplausos de los hombres y fomentan la vanidad. El fasto del mundo, por imponente que sea, no tiene valor ante Dios. Aunque es nuestro deber buscar la perfección en las cosas externas, hay que recordar constantemente que no es el blanco supremo. Dicho deber debe quedar subordinado a intereses más altos. Más que lo visible y pasajero, aprecia Dios lo invisible y eterno. Lo visible no tiene valor más que en la medida en que es expresión de lo invisible. Las obras de arte mejor terminadas no tienen una belleza comparable a la del carácter resultante de la operación del Espíritu Santo en el alma. Cuando Dios dió a su Hijo al mundo, dotó a la humanidad de riquezas imperecederas, en comparación de las cuales nada son en absoluto todos los tesoros amontonados por los hombres de todos los tiempos. Al venir a la tierra, Cristo se presentó a los hijos de los hombres con un amor acumulado durante la eternidad, y ese tesoro es el que nosotros, por nuestra comunión con él, debemos recibir, dar a conocer e impartir a otros. Nuestras instituciones darán carácter a la obra de Dios en la medida en que sus empleados se consagren a esta obra de todo corazón. Lo lograrán al dar a conocer la potencia de la gracia de Cristo para transformar la vida. Debemos ser distintos del mundo porque Dios puso su sello sobre nosotros, porque manifestó en nosotros su propio carácter de amor. Nuestro Redentor nos cubre con su justicia. Al elegir a hombres y mujeres para su servicio, Dios no pregunta si son instruídos, elocuentes, o ricos en bienes de este mundo. Pregunta: “¿Andan con tal humildad que yo pueda enseñarles mis caminos? ¿Puedo poner mis palabras en sus labios? ¿Serán representantes míos?” Dios puede emplear a cada uno en la medida en que le es posible derramar su Espíritu en el templo de su alma. El trabajo que él acepta es el que refleja su imagen. Sus discípulos deben llevar, como credenciales para el mundo, las características indelebles de sus principios inmortales.
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