Los
que tienen algo que ver con la elección de un sitio para un sanatorio
deben estudiar con oración el carácter y objeto de nuestra obra pro
salud. Deben acordarse de que han de contribuir al restablecimiento de
la imagen de Dios en el hombre. Deben dar, por un lado, los remedios que
alivian los sufrimientos físicos, y por el otro, el Evangelio que
alivia los sufrimientos del alma. Así serán verdaderos misioneros
médicos. Deben implantar la verdad en muchos corazones.
Ningún
egoísmo, ninguna ambición personal debe admitirse en la elección de un
sitio para nuestros sanatorios. Cristo vino a este mundo para enseñarnos
a vivir y a trabajar. Aprendamos, pues, de él, a no elegir para
nuestros sanatorios sitios que satisfagan nuestros gustos, sino los
lugares que convengan mejor para nuestra obra.
Se
me ha mostrado que en nuestra obra médico misionera hemos perdido
muchas ventajas por no comprender la necesidad de cambiar nuestros
planes concernientes a la ubicación de nuestros sanatorios. Es la
voluntad de Dios que estas instituciones se establezcan lejos de las
ciudades. Debieran estar en el campo, y sus alrededores ser tan
agradables como sea posible. En la naturaleza, huerto de Dios, los
enfermos hallarán siempre algo que distraiga su atención de sí mismos y
eleve sus pensamientos a Dios.
Se
me ha mostrado que los enfermos deben ser cuidados lejos del bullicio
de las ciudades, lejos del ruido de los tranvías, y de los coches. Aun
los habitantes del campo que vengan a nuestros sanatorios se
congratularán de estar en un lugar donde reine la calma. En ese retiro,
será más fácil que los pacientes sientan la influencia del Espíritu de
Dios.
El
huerto de Edén, morada de nuestros primeros padres, era extremadamente
hermoso. Graciosos arbustos y flores delicadas deleitaban los ojos a
cada paso. En ese huerto, había árboles de toda especie, muchos de los
cuales llevaban frutos perfumados y deliciosos. En sus ramas, las aves
modulaban sus cantos de alabanza. Adán y Eva, en su pureza inmaculada,
se regocijaban por lo que veían y oían en el Edén. Aun hoy, a pesar de
que el pecado ensombreció la tierra, Dios desea que sus hijos se
regocijen en la obra de sus manos. Colocar nuestros sanatorios en medio
de las obras de la naturaleza es seguir el plan de Dios, y cuanto más
minuciosamente sigamos dicho plan, tanto mayores milagros hará Dios para
la curación de la humanidad doliente. Se deben elegir, para nuestras
escuelas e instituciones médicas, lugares alejados de las obscuras nubes
de pecado que cubren las grandes ciudades, lugares donde el Sol de
justicia pueda nacer, trayendo “en sus alas ... salud.”
Los
hermanos dirigentes de nuestra obra deben dar instrucciones a fin de
que nuestros sanatorios se establezcan en lugares agradables, lejos del
bullicio de las ciudades, allí donde, gracias a sabias instrucciones, el
pensamiento de los pacientes pueda ponerse en relación con el
pensamiento de Dios. Muchas veces he descrito tales lugares, mas
parecería que ningún oído haya prestado atención a lo que he dicho.
Ultimamente, las ventajas que ofrecería el establecer nuestras
instituciones, y particularmente nuestros sanatorios y escuelas, fuera
de las ciudades, me han sido mostradas con claridad convincente.
¿Por
qué tienen nuestros médicos tanto deseo de establecerse en las
ciudades? Hasta la atmósfera de las ciudades está corrompida. En ellas,
los enfermos que tienen hábitos depravados que vencer no pueden ser
protegidos de un modo conveniente. Para las víctimas de la bebida, los
bares de la ciudad constituyen una tentación continua. Colocar nuestros
sanatorios en un ambiente impío, es contrarrestar los esfuerzos que se
hagan para restablecer la salud de los pacientes.
En el porvenir, la condición de las ciudades empeorará siempre más, y su influencia se reconocerá como desfavorable al cumplimiento de la obra encargada a nuestros sanatorios.
Desde
el punto de vista de la salud, el humo y el polvo de las ciudades son
muy contraproducentes. Los enfermos que, en la mayoría de los casos, se
ven encerrados entre cuatro paredes, se sienten como prisioneros en sus
habitaciones. Cuando miran por la ventana, no ven más que casas y más
casas. Los que están así encerrados en sus piezas propenden a meditar en
sus sufrimientos y pesares. Hasta sucede a veces que ciertos enfermos
quedan envenenados por su propia respiración.
Muchos otros inconvenientes resultan también de establecer las instituciones médicas importantes en las ciudades grandes.
¿Por
qué se habría de privar a los enfermos de las propiedades curativas que
se hallan en la vida al aire libre? Se me ha mostrado que si a los
enfermos se les estimula a salir de sus habitaciones y a pasar su tiempo
al aire libre, a cultivar flores o a realizar algún trabajo fácil y
agradable, su espíritu se desviará de su persona hacia objetos más
favorables para su curación. El ejercicio al aire libre debiera
prescribirse como una necesidad bienhechora y vivificadora. Cuanto más
se pueda exponer al enfermo al aire vivificante, tanto menos cuidados
necesitará. Cuanto más alegres sean los alrededores, tanto más henchido
quedará de esperanza. Rodead a los enfermos de las cosas más hermosas de
la naturaleza. Colocadlos donde puedan ver crecer las flores y oír el
gorjeo de los pajaritos y su corazón cantará al unísono con los trinos
de las aves. Encerradlos, por el contrario, en habitaciones, y se
volverán tristes e irritables, por elegantemente amueblada que esté la
pieza. Dadles los beneficios de la vida al aire libre. Elevarán su alma a
Dios y obtendrán alivio corporal y espiritual.
“¡Lejos
de las ciudades!” Tal es mi mensaje. Hace mucho que nuestros médicos
deberían haber advertido esa necesidad. Espero y creo que ahora verán su
importancia, y ruego a Dios que así sea. Se acerca el tiempo cuando las
grandes ciudades serán visitadas por los juicios de Dios. Antes de
mucho, esas ciudades
serán sacudidas con violencia. Cualesquiera que sean las dimensiones y
la solidez de los edificios, cualesquiera que sean las precauciones
tomadas contra el incendio, si el dedo de Dios toca esas casas, en
algunos minutos o algunas horas quedarán reducidas a escombros.
Las
impías ciudades de nuestro mundo serán destruídas. Mediante las
catástrofes que ocasionan actualmente la ruina de grandes edificios y de
barrios enteros, Dios nos muestra lo que acontecerá en toda la tierra.
Nos ha dicho: “De la higuera aprended la parábola: Cuando ya su rama se
enternece, y las hojas brotan, sabéis que el verano está cerca. Así
también vosotros, cuando viereis todas estas cosas, sabed que [el Hijo
del hombre] está cercano, a las puertas.” Mateo 24:32, 33.
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Durante
años me ha sido dada luz especial acerca de nuestro deber de no
centralizar nuestra obra en las ciudades. El ruido y bullicio que las
llenan, las condiciones que en ellas crean los sindicatos y las huelgas,
impedirán nuestra obra. Ciertos hombres tratan de lograr que los
obreros de diferentes oficios se sindiquen. Tal no es el plan de Dios,
sino el de una potencia que de ningún modo debemos reconocer. La Palabra
de Dios se cumple: los malos parecen juntarse como haces preparados
para ser quemados.
Debemos
emplear ahora todas las capacidades que se nos han confiado para dar al
mundo el último mensaje de misericordia. En esta obra debemos conservar
nuestra individualidad. No debemos unirnos a sociedades secretas ni
sindicatos. Debemos permanecer libres en Dios y esperar de Jesús las
instrucciones que necesitamos. Todos nuestros movimientos deben
realizarse comprendiendo la importancia de la obra que debemos hacer
para Dios.
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Me
ha sido mostrado que las ciudades se llenarán de confusión, violencia y
crímenes; y que todas estas cosas aumentarán hasta el fin de la
historia del mundo.
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