El valor infinito del sacrificio exigido por nuestra redención muestra cuán terrible mal es el pecado. Dios habría podido borrar de la creación esta mancha impura con barrer al pecador de la faz de la tierra. Pero “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” Juan 3:16. ¿Por qué, pues, no tenemos mayor celo? ¿Por qué son tantos los que quedan ociosos? ¿Por qué todos los que declaran amar a Dios no tratan de alumbrar a sus vecinos y relaciones para que no descuiden por más tiempo tan grande salvación?
Entre los profesos cristianos de hoy, hay una alarmante falta de la simpatía que debieran sentir hacia las almas que no son salvas. Si nuestros corazones no laten al unísono con el de Cristo, ¿cómo podemos comprender el carácter sagrado y la importancia de la obra a la cual nos llama y que consiste en velar por las “almas como aquellos que han de dar cuenta”? Hablamos de las misiones cristianas; y se oye nuestra voz, pero ¿poseemos nosotros el tierno amor de Cristo hacia las almas? De todas partes repercute el llamado macedónico: “Pasa y ayúdanos.” Dios ha abierto campos delante de nosotros, y si los hombres quisieran colaborar con los agentes divinos, muchísimas almas serían ganadas para la verdad. Pero los que pretenden formar parte del pueblo de Dios se adormecieron sobre el trabajo que les fué asignado, de manera que en muchos lugares este trabajo casi no ha sido principiado. Dios ha enviado un mensaje tras otro para despertar a su pueblo y animarlo a hacer algo inmediatamente. Pero al llamamiento: “¿A quién enviaré?” pocos han contestado: “Heme aquí, envíame a mí.” Isaías 6:8.
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