La impaciencia de los padres excita la de los hijos. La ira manifestada por los padres, crea ira en los hijos, y despierta lo malo de su naturaleza. Algunos padres corrigen a sus hijos severamente con impaciencia, y muchas veces con ira. Tales correcciones no producen ningún buen resultado. Al tratar de corregir un mal, se crean dos. La censura continua y el castigo corporal endurecen a los niños y los separan de sus padres.
Estos deben aprender primero a dominarse a sí mismos; y entonces podrán dominar con más éxito a sus hijos. Cada vez que pierden el dominio propio, y hablan y obran con impaciencia, pecan contra Dios. Deben primero razonar con sus hijos, señalarles claramente sus equivocaciones, mostrarles su pecado, y hacerles comprender que no sólo han pecado contra sus padres, sino contra Dios. Teniendo vuestro propio corazón subyugado y lleno de compasión y pesar por vuestros hijos errantes, orad con ellos antes de corregirlos. Entonces vuestra corrección no hará que vuestros hijos os odien. Ellos os amarán. Verán que no los castigáis porque os han causado inconvenientes, ni porque queréis desahogar vuestro desagrado sobre ellos, sino por un sentimiento del deber, para beneficio de ellos, a fin de que no se desarrollen en el pecado. Algunos padres no han dado educación religiosa a sus hijos, y han descuidado también su educación escolar. Ni la una ni la otra debieran haberse descuidado. Las mentes de los niños son activas, y si ellos no se dedican al trabajo físico o se ocupan en el estudio, quedarán expuestos a las malas influencias. Es un pecado de parte de los padres dejar a sus hijos crecer en la ignorancia. Deben proporcionarles libros útiles e interesantes, deben enseñarles a trabajar, a tener sus horas de trabajo físico y sus horas de estudio y lectura. Los padres deben tratar de elevar las mentes de sus hijos, y de cultivar sus facultades mentales. La mente, abandonada a sí misma, sin cultivo, es generalmente baja, sensual y corrupta. Satanás aprovecha su oportunidad, y educa a las mentes ociosas. Padres, el ángel registrador escribe toda palabra impaciente e irritada que decís a vuestros hijos. Cada vez que dejáis de darles las instrucciones debidas y de mostrarles el carácter excesivamente grave del pecado y el resultado final de una conducta pecaminosa, ello queda registrado frente a vuestro nombre. Cada palabra que decís descuidadamente delante de ellos, aunque sea en broma, cada palabra que no sea casta y elevada, queda anotada por el ángel como una mancha sobre vuestro carácter cristiano. Todos vuestros actos quedan registrados, sean buenos o malos. Los padres no pueden tener éxito en el gobierne de sus hijos antes de haber adquirido perfecto dominio sobre sí mismos. Deben primero aprender a subyugarse, a dominar sus palabras y la misma expresión de su rostro. No deben permitir que se turbe el tono de su voz, o se agite con excitación e ira. Entonces podrán tener una influencia decisiva sobre sus hijos. Los hijos pueden desear hacer lo recto, pueden proponerse en su corazón ser obedientes y bondadosos para con sus padres o tutores; pero necesitan ayuda y estímulo de parte de ellos. Pueden hacer buenas resoluciones, pero a menos que sus principios sean fortalecidos por la religión y en sus vidas reine la influencia de la gracia renovadora de Cristo, no alcanzarán su objeto. Los padres deben duplicar sus esfuerzos para la salvación de sus hijos. Deben instruirlos con fidelidad, y no permitir que obtengan su educación ellos mismos como mejor puedan. No se debe permitir que los jóvenes aprendan lo bueno y lo malo indistintamente, con la idea de que en algún tiempo futuro lo bueno prevalecerá y lo malo perderá su influencia. Lo malo se desarrolla más rápidamente que lo bueno. Es posible que lo malo que hayan aprendido sea erradicado después de muchos años; pero ¿quién quiere correr ese riesgo? El tiempo es corto. Es más fácil y mucho más seguro sembrar semilla limpia y buena en el corazón de vuestros hijos, que arrancar las malas hierbas después. Es el deber de los padres velar para que las influencias que rodean a sus hijos no tengan un efecto perjudicial sobre ellos. Es su deber elegirles los compañeros que han de tener y no dejar que ellos mismos los elijan. ¿Quién cumplirá este deber si los padres no lo hacen? ¿Pueden los demás tener en favor de vuestros hijos el interés que debierais tener vosotros? ¿Pueden ejercer ese cuidado constante y amor profundo que sienten los padres?
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