“Así que, si la lumbre que en ti hay son tinieblas, ¿cuántas serán las mismas tinieblas?” Mateo 6:23. En la experiencia de los tales llega un punto en que, por no apreciar la luz que se les dió, ésta se convierte en tinieblas. El ángel dijo: “No podéis amar y adorar los tesoros de la tierra y al propio tiempo poseer verdaderas riquezas.” Cuando vino a Jesús el joven que le dijo: “Maestro bueno, ¿que haré para poseer la vida eterna?” Mateo 19:16. Jesús le dió a elegir entre dos cosas: o se separaba de sus posesiones y obtenía la vida eterna, o guardaba aquéllas y perdía ésta. El apreció sus riquezas más que el tesoro celestial. La condición de separarse de sus tesoros y darlos a los pobres, a fin de hacerse seguidor de Cristo y tener la vida eterna, ahogó su buen deseo, y se fué triste.
Aquellos que vi afanarse por la corona terrenal eran los que recurren a toda clase de medios para adquirir posesiones. En este punto llegan hasta la locura. Todos sus pensamientos y energías se enfocan en el logro de riquezas terrenas. Pisotean el derecho ajeno, oprimen al pobre y al jornalero en su salario. Si pueden, se valen de los que son más pobres y menos astutos que ellos, para acrecentar sus riquezas, sin vacilar un momento en oprimirlos aunque los arrastren a la mendicidad. Los de cabellos canos y semblante arrugado por la inquietud, eran los ancianos que, a pesar de quedarles pocos años de vida, se afanaban en asegurar sus tesoros terrenales. Cuanto más cerca estaban del sepulcro, tanto mayor era su afán de aferrarse a ellos. Sus propios parientes no recibían beneficio alguno. Para ahorrar algo de dinero, dejaban a los miembros de sus familias que trabajasen más allá de sus fuerzas. Y no empleaban ese dinero para el bien ajeno ni para el propio. Les bastaba saber que lo poseían. Cuando se les presenta su deber de aliviar las necesidades de los pobres y sostener la causa de Dios, se entristecen. Aceptarían gustosos el don de la vida eterna, pero no quieren que les cueste algo. Las condiciones son demasiado duras. Pero Abrahán no retuvo a su hijo unigénito. En obediencia a Dios hubiera podido sacrificar a este hijo de la promesa más fácilmente de lo que muchos sacrificarían algunos de sus bienes terrenales.
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