domingo, 14 de enero de 2024

Mayordomía de los ancianos

Muchos manifiestan una delicadeza innecesaria al respecto. Creen que están pisando en terreno prohibido cuando introducen el tema de la propiedad al conversar con ancianos e inválidos, a fin de saber cómo piensan disponer de ella. Pero este deber es tan sagrado como el de predicar la Palabra para salvar almas. He aquí, por ejemplo, un hombre que tiene dinero o propiedades de Dios en sus manos. Está por cambiar su mayordomía. Los recursos que Dios le prestó para que fueran usados en su causa, ¿los colocará en las manos de hombres perversos, sólo porque son parientes suyos? ¿No sentirán interés y ansiedad los cristianos por el bienestar futuro de este hombre tanto como por el interés de la causa de Dios, para que disponga debidamente del dinero de su Señor, de los talentos que le fueron prestados para que los aprovechase sabiamente? ¿Permanecerán impasibles sus hermanos, y le verán perder su asidero en esta vida, robando al mismo tiempo a la tesorería de Dios? Esto sería una terrible pérdida para él y para la causa, porque, al colocar sus recursos en las manos de aquellos que no tienen consideración por la verdad de Dios, estaría, por así decirlo, envolviendo ese talento en un pañuelo para enterrarlo.

El Señor quiere que los que le siguen dispongan de sus recursos mientras pueden hacerlo ellos mismos. Algunos preguntarán: “¿Debemos despojarnos realmente a nosotros mismos de todo lo que llamanos nuestro?” Tal vez no se nos exija esto ahora; pero debemos estar dispuestos a hacerlo por amor a Cristo. Debemos reconocer que nuestras posesiones son absolutamente suyas, y hemos de usarlas generosamente cuandoquiera que se necesiten recursos para adelantar su causa. Algunos cierran sus oídos cuando se pide dinero que se ha de emplear en enviar misioneros a países extranjeros, y en publicar la verdad y diseminarla por todo el mundo como caen las hojas de los árboles en el otoño. Los tales disculpan su codicia informándonos de que han hecho arreglos para hacer obras de caridad después de su muerte. Han considerado la causa de Dios en sus testamentos. Por tanto, viven una vida de avaricia, robando a Dios en los diezmos y las ofrendas, y en sus testamentos devuelven a Dios tan sólo una pequeña porción de lo que él les ha prestado, mientras asignan una gran parte a parientes que no tienen interés alguno en la verdad. Esta es la peor clase de robo. Roban a Dios lo que le deben, no sólo durante toda su vida, sino también al morir.

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