jueves, 27 de junio de 2024

Uno con Cristo en Dios

El Señor llama a hombres que tengan una fe sincera y un pensamiento sano, hombres que reconozcan la diferencia entre lo falso y lo verdadero. Cada uno debe mantenerse en guardia, estudiar y practicar las lecciones dadas en el capítulo 17 del Evangelio de Juan, y conservar una fe viva en la verdad presente. Necesitamos el dominio propio que nos permitirá conformar nuestras costumbres a la oración de Cristo. La instrucción que me ha sido dada por Uno que tiene autoridad, es que debemos aprender a contestar la oración contenida en el capítulo 17 de Juan. Debemos hacer de esta oración nuestro primer estudio. Cada ministro del Evangelio, cada misionero médico debe profundizar la ciencia de esta oración. Hermanos y hermanas, os ruego que prestéis atención a esas palabras y que dediquéis a ese estudio un espíritu sereno, humilde y contrito, y las sanas energías de una mente puesta bajo el dominio de Dios. Los que no aprenden las lecciones contenidas en esa oración se exponen a obtener un desarrollo unilateral, que ninguna educación subsiguiente podrá corregir. “Mas no ruego solamente por éstos—dijo Cristo,—sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos. Para que todos sean una cosa; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean en nosotros una cosa: para que el mundo crea que tú me enviaste.” “Y yo, la gloria que me diste les he dado; para que sean una cosa, como también nosotros somos una cosa. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean consumadamente una cosa; que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado, como también a mí me has amado.” “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, ellos estén también conmigo; para que vean mi gloria que me has dado: por cuanto me has amado desde antes de la constitución del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, mas yo te he conocido; y éstos han conocido que tú me enviaste; y yo les he manifestado tu nombre, y manifestarélo aún; para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos.” Juan 17:20-26. El propósito de Dios es que sus hijos se fusionen en la unidad. ¿No es vuestra esperanza vivir juntos en el mismo cielo? ¿Está Cristo dividido contra sí mismo? ¿Dará él éxito a sus hijos antes que hayan apartado de su medio toda discordia y toda crítica, antes que los obreros, en una perfecta unidad de intención, hayan consagrado sus corazones, sus pensamientos y sus fuerzas a una obra tan santa a la vista de Dios? La unión hace la fuerza. La desunión causa debilidad. Trabajando juntos y con armonía para la salvación de los hombres, debemos ser en verdad “coadjutores ... de Dios.” Los que se niegan a trabajar en armonía con los demás deshonran a Dios. El enemigo de las almas se regocija cuando ve a ciertos hermanos contrariándose unos a otros en su trabajo. Los tales necesitan cultivar el amor fraternal y ternura en su corazón. Si pudiesen apartar el velo que cubre el porvenir y percibir las consecuencias de su desunión, ciertamente se arrepentirían. El mundo mira con satisfacción la desunión de los cristianos. Los incrédulos se regocijian. Dios desea que se realice un cambio en su pueblo. La unión con Cristo y los unos con los otros constituye nuestra única salvaguardia en estos últimos días. No dejemos a Satanás la posibilidad de señalar con el dedo a los miembros de nuestra iglesia, diciendo: “Mirad cómo éstos, que se hallan bajo el estandarte de Cristo, se aborrecen unos a otros. Nada necesitamos temer de ellos, puesto que gastan más energías luchando unos contra otros que combatiendo a mis fuerzas.” Después del derramamiento del Espíritu Santo, los discípulos salieron para proclamar al Salvador resucitado, poseídos del único deseo de salvar almas. Se regocijaban en la dulzura de la comunión con los santos. Eran afectuosos, atentos, abnegados, dispuestos a hacer cualquier sacrificio en favor de la verdad. En sus relaciones cotidianas unos con otros, manifestaban el amor que Cristo les había ordenado revelar al mundo. Por sus palabras y sus acciones desinteresadas, se esforzaban por encender este amor en otros corazones. Los creyentes debían continuar cultivando el amor que llenaba el corazón de los apóstoles después del derramamiento del Espíritu Santo. Debían proseguir adelante y obedecer gustosos al nuevo mandamiento: “Como os he amado, que también os améis los unos a los otros.” Juan 13:34. Debían vivir tan unidos con Cristo que se verían capacitados para cumplir sus requerimientos. Debían ensalzar el poder de un Salvador que podía justificarlos por su justicia. Mas los primeros cristianos principiaron a buscarse defectos unos a otros. Al detenerse a hablar de sus faltas, al dejar entrar la crítica, perdieron de vista al Salvador y el gran amor que había manifestado hacia los pecadores. Se volvieron más estrictos respecto a las ceremonias exteriores, más puntillosos acerca de la teoría de la fe, más severos en sus críticas. En su celo por condenar a los demás, olvidaban sus propios errores. Descuidaban las lecciones de amor fraterno que Cristo les había enseñado y, lo que es más triste aún, no se daban cuenta de lo que habían perdido. No comprendían que la felicidad y la alegría se alejaban de su existencia, y que pronto, habiendo ahuyentado de su corazón el amor de Dios, andarían en las tinieblas. El apóstol Juan, comprendiendo que el amor fraterno desaparecía de la iglesia, insistió muy particularmente en él. Hasta el día de su muerte, suplicó a los creyentes que se ejercitaran constantemente en el amor. Las cartas que dirigió a la iglesia están impregnadas de este pensamiento. “Carísimos, amémonos unos a otros—escribe él;—porque el amor es de Dios ... Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. ... Amados, si Dios así nos ha amado, debemos también nosotros amarnos unos a otros.” 1 Juan 4:7-11. Hay hoy una gran necesidad de amor fraternal en la iglesia de Dios. Muchos de los que aseveran amar al Señor no tienen amor hacia aquellos con quienes están unidos por vínculos de fraternidad cristiana. Tenemos la misma fe, somos miembros de una misma familia, somos todos hijos de un mismo Padre, y tenemos todos la misma esperanza bendita de la inmortalidad. ¡Cuán tiernos y estrechos debieran ser los vínculos que nos unen! La gente del mundo nos observa para ver si nuestra fe ejerce una influencia santificadora sobre nuestros corazones. Prestamente discierne todo defecto de nuestra vida y toda inconsecuencia de nuestras acciones. No le demos ocasión alguna de echar oprobio sobre nuestra fe. No es la oposición del mundo la que nos hace peligrar más. El mal que los cristianos profesos guardan en su corazón nos expone al más grave de los desastres, y retarda el progreso de la obra de Dios. No hay modo más seguro de debilitar nuestra vida espiritual que el ser envidiosos, sospechar unos de otros y dejarnos llevar por la crítica y la calumnia. “Esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino terrena, animal, diabólica. Porque donde hay envidia y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa. Mas la sabiduría que es de lo alto, primeramente es pura, después pacífica, modesta, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, no juzgadora, no fingida. Y el fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen paz.” Santiago 3:15-18. La armonía y unión existente entre hombres de diversas tendencias es el testimonio más poderoso que pueda darse de que Dios envió a su Hijo al mundo para salvar a los pecadores. A nosotros nos toca dar este testimonio; pero para hacerlo, debemos colocarnos bajo las órdenes de Cristo; nuestro carácter debe armonizar con el suyo, nuestra voluntad debe rendirse a la suya. Entonces trabajaremos juntos sin contrariarnos. Cuando uno se detiene en las pequeñas divergencias, se ve llevado a cometer actos que destruyen la fraternidad cristiana. No permitamos que el enemigo obtenga en esta forma la ventaja sobre nosotros. Mantengámonos siempre más cerca de Dios y más cerca unos de otros. Entonces seremos como árboles de justicia plantados por el Señor, y regados por el río de la vida. ¡Cuántos frutos llevaremos! ¿No dijo Cristo: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto”? Juan 15:8. El Salvador anhela que sus discípulos cumplan el plan de Dios en toda su altura y toda su profundidad. Deben estar unidos en él, aunque se hallen dispersos en el mundo. Pero Dios no puede unirlos en Cristo si no están dispuestos a abandonar su propio camino para seguir el suyo. Cuando el pueblo de Dios crea sin reservas en la oración de Cristo y ponga sus instrucciones en práctica en la vida diaria, habrá unidad de acción en nuestras filas. Un hermano se sentirá unido al otro por las cadenas del amor de Cristo. Sólo el Espíritu de Dios puede realizar esta unidad. El que se santificó a sí mismo puede santificar a sus discípulos. Unidos con él, estarán unidos unos a otros en la fe más santa. Cuando luchemos para obtener esta unidad como Dios desea que luchemos, nos será concedida.

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No es el gran número de las instituciones, los grandes edificios ni la ostentación exterior lo que Dios requiere, sino la acción armoniosa de un pueblo peculiar, escogido por Dios y precioso, cuyos miembros estén unidos unos con otros, cuya vida esté escondida con Cristo en Dios. Cada uno debe ocupar su sitio y lugar y ejercer una influencia correcta en pensamiento, palabra y acción. Cuando todos los obreros de Dios actúen así y no antes, su obra será un conjunto completo y simétrico.

 

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