Bueno es alabarte oh Jehová, y cantar salmos a tu
nombre, oh Altísimo; anunciar por la mañana tu misericordia, y tu fidelidad cada
noche. Salmos 92:1, 2.
El cristianismo práctico significa trabajar junto con Dios
cada día; trabajar por Cristo, no de vez en cuando, sino continuamente. Ser
negligentes en revelar la justicia práctica en nuestra vida es una negación de
nuestra fe y del poder de Dios. Dios está buscando un pueblo santificado, un
pueblo puesto aparte para su servicio, un pueblo que va a escuchar y aceptar la
invitación: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí”. Mateo 11:29.
¡Con qué fervor Cristo realizó la obra de nuestra
salvación! ¡Qué devoción reveló su vida mientras procuraba dar estimación a la
humanidad caída mediante la imputación de los méritos de su propia inmaculada
justicia a cada pecador arrepentido y creyente! ¡Cuán incansablemente trabajó!
En el templo y en la sinagoga, en las calles de las ciudades, en los mercados,
en el taller, a la orilla del mar y entre las colinas predicó el evangelio y
sanó a los enfermos. Dio todo de sí, con el fin de poder obrar el plan de la
gracia redentora.
Cristo no estaba bajo obligación para realizar este gran
sacrificio. Se prestó voluntariamente para sufrir el castigo del transgresor de
su ley. Su amor era su única obligación, y sin una queja soportó cada tormento y
recibió con regocijo cada ultraje, los cuales eran parte del plan de salvación.
La de Cristo fue una vida de servicio abnegado, y su vida es nuestro libro de
texto. Tenemos que continuar la obra que él comenzó.
Al contemplar su vida de trabajo y sacrificio, ¿vacilarán
los que profesan su nombre en negarse a sí mismos, tomar su cruz y seguirlo? Él
se humilló a sí mismo hasta lo más profundo para que pudiéramos ser levantados a
las alturas de la pureza, la santidad y la integridad. Se hizo pobre con el fin
de poder llenar con la plenitud de sus riquezas nuestra mísera alma. Sufrió la
cruz de vergüenza para que pudiera darnos paz, descanso y gozo y hacernos
partícipes de las glorias de su trono.
¿No deberíamos apreciar el privilegio de trabajar para él,
y estar ávidos de practicar la abnegación y el renunciamiento por Dios? ¿No
deberíamos devolverle a Dios todo lo que él ha redimido, los afectos que ha
purificado y el cuerpo que ha comprado para ser guardados en santificación y
santidad?.—The Review and Herald, 4 de abril de 1912. Ver también La Maravillosa
Gracia, 174; En Lugares Celestiales, 45.
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