¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas
dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios
mío. Salmos 42:11.
Hemos aprendido, en medio de las oscuras providencias, que
no es sabio seguir nuestro propio camino, ni hacer conjeturas y reflexiones
acerca de la fidelidad de Dios. Creo que podemos simpatizar entre nosotras y
entendernos. Nos ha unido la gracia de nuestro Señor Jesucristo, y nos han unido
lazos sagrados nacidos en la aflicción...
A menudo las misericordias vienen disfrazadas de
aflicciones; no podemos saber lo que hubiera ocurrido sin ellas. Cuando Dios, en
su misteriosa providencia, cambia nuestros planes y torna nuestro gozo en
tristeza, debemos inclinarnos en sumisión y decir: “Sea hecha tu voluntad,
Señor”. Debemos mantener una calmada confianza en Aquel que nos ama y dio su
vida por nosotros. “De día mandará Jehová su misericordia, y de noche su cántico
estará conmigo, y mi oración al Dios de mi vida. Diré a Dios: Roca mía, ¿por qué
te has olvidado de mí? ¿Por qué andaré yo enlutado por la opresión del enemigo?”
Salmos 42:8, 9...
El Señor contempla nuestras aflicciones; con su gracia las
reparte y discrimina sabiamente. Como un orfebre vigila el fuego hasta que la
purificación se complete. El horno es para purificar y refinar, no para consumir
y destruir. Los que confían en él podrán alabar sus misericordias aun en medio
de sus juicios.
El Señor siempre está vigilando para impartir, cuando más
se las necesite, nuevas y frescas bendiciones: fuerza en el tiempo de debilidad;
socorro en la hora de peligro; amigos en tiempos de soledad; simpatía, divina y
humana, en tiempos de tristeza.
Estamos en camino al hogar. Aquel que nos amó tanto como
para morir por nosotros, también nos ha preparado una ciudad. La Nueva Jerusalén
es nuestro hogar de descanso; y no hay tristezas en la ciudad de Dios; ni
siquiera un lamento. No se escucharán endechas por causa de esperanzas
quebrantadas o afectos sepultados.—Hijos e Hijas de Dios, 237, 238.
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