El sistema del diezmo se remonta hasta más allá del tiempo de Moisés. Ya en los días de Adán, se requería de los hombres que ofreciesen a Dios donativos de índole religiosa, es decir, antes que el sistema fuese dado a Moisés en forma definida. Al cumplir lo requerido por Dios, debían manifestar, mediante sus ofrendas, aprecio por las misericordias y las bendiciones de Dios para con ellos. Esto continuó durante las generaciones sucesivas y fué practicado por Abrahán, quien dió diezmos a Melquisedec, sacerdote del Altísimo. El mismo principio existía en los días de Job. Mientras Jacob estaba en Betel, peregrino, desterrado y sin dinero, se acostó una noche, solitario y abandonado, teniendo una piedra por almohada, y allí prometió al Señor: “De todo lo que me dieres, el diezmo lo he de apartar para ti.” Génesis 28:22. Dios no obliga a los hombres a dar. Todo lo que ellos dan debe ser voluntario. El no quiere que afluyan a su tesorería ofrendas que no se presenten con buena voluntad.
El Señor quiso poner al hombre en estrecha relación consigo, e infundirle simpatía y amor por sus semejantes, imponiéndole la responsabilidad de realizar acciones que contrarrestaran el egoísmo y fortaleciesen su amor por Dios y el hombre. El plan de una liberalidad sistemática fué ideado por Dios para beneficio del hombre, quien se inclina a ser egoísta y a cerrar su corazón a las acciones generosas. El Señor requiere que se hagan donativos en tiempos determinados, para establecer el hábito de dar y para que la benevolencia se considere como un deber cristiano. El corazón, abierto por un donativo, no debe tener tiempo de enfriarse egoístamente y cerrarse antes que se otorgue el próximo. La corriente ha de fluir continuamente, manteniéndose abierto el conducto por medio de actos de generosidad.
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