lunes, 5 de febrero de 2024

La formación del carácter


La fuerza de carácter consiste en dos cosas: la energía de la voluntad y del dominio propio. Muchos jóvenes consideran equivocadamente como fuerza de carácter la pasión arrolladora; pero la verdad es que el que se deja dominar por sus pasiones, es un hombre débil. La verdadera grandeza del hombre y su nobleza se miden por el poder de los sentimientos que subyuga, no por el de los sentimientos que lo vencen a él. El hombre más fuerte es aquel que, aunque sensible al ultraje, refrena sin embargo la pasión y perdona a sus enemigos. Los tales hombres son verdaderos héroes. Muchos tienen ideas tan restringidas de lo que pueden llegar a ser que siempre permanecerán trafiados y estrechos, cuando si aprovechasen las facultades que Dios las ha dado, podrían desarrollar un carácter noble y ejercer una influencia que ganaría almas para Cristo. El conocimiento es poder; pero la capacidad intelectual, sin la bondad del corazón, es un poder para el mal. Dios nos ha dado nuestras facultades intelectuales y morales; pero en extenso grado cada persona es arquitecto de su propio carácter. Cada día va subiendo la estructura. La Palabra de Dios nos advierte que prestemos atención a cómo edificamos, para que nuestro edificio se funde en la Roca eterna. Llegará el tiempo en que nuestra obra quedará revelada tal cual es. Ahora es el momento para que todos cultiven las facultades que Dios les ha dado, a fin de que puedan desarrollar un carácter que tenga utilidad aquí y sea apto para la vida superior. Cada acto de la existencia, por muy insignificante que sea, tiene su influencia en la formación del carácter. Un buen carácter es más precioso que las posesiones mundanales; y la obra de su formación es la más noble a la cual puedan dedicarse los hombres. Los caracteres formados por las circunstancias son variables y discordantes, una masa de sentimientos encontrados. Sus poseedores no tienen un blanco elevado o fin en la vida. No ejercen influencia ennoblecedora sobre el carácter de los demás. Viven sin propósito ni poder. La corta vida que se nos concede debe ser aprovechada sabiamente. Dios quiere que su iglesia sea viva, consagrada, y que trabaje. Nuestro pueblo, en conjunto, dista mucho de esto ahora. Dios pide almas fuertes, valientes, cristianas, activas y vivas, que sigan al verdadero Modelo, y que ejerzan una influencia definida por Dios y lo recto. El Señor nos ha confiado, como cometido sagrado, verdades importantísimas y solemnes, y debemos demostrar su influencia en nuestra vida y carácter.

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En los juegos olímpicos a los cuales el apóstol Pablo llama nuestra atención, a los que participaban en las carreras se les exigía que hiciesen preparativos muy esmerados. Durante meses eran adiestrados por diferentes maestros en ejercicios físicos que estaban destinados a dar fuerza y vigor al cuerpo. Debían limitarse a tomar los alimentos que mantuvieran el cuerpo en la condición más sana, y su ropa debía ser tal que dejase todo órgano y músculo libre de impedimento.

Si los que habían de participar en la carrera por honores temporales estaban obligados a someterse a una disciplina tan severa para tener éxito, cuánto más necesario es que aquellos que se han de dedicar a la obra del Señor sean cabalmente disciplinados y preparados, si quieren triunfar. Su preparación debe ser tanto más esmerada, su fervor y esfuerzos abnegados tanto mayores que los de aquellos que aspiraban a honores mundanales, como son superiores las cosas celestiales a las de la tierra. La mente, como los músculos, debe ser adiestrada para realizar los esfuerzos más diligentes y perseverantes. El camino que conduce al éxito no es una carretera suave por la cual se viaja en coches palaciegos; sino que es una senda escabrosa, llena de obstáculos que han de ser superados por esfuerzo paciente.

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¡Cuán poco sabemos de la influencia que ejercen nuestros actos sobre la historia futura, nuestra y ajena! Muchos piensan que lo que hacen es de poca importancia, que no ocasionarán daño si se les ocurre asistir a este concierto, o unirse con el mundo en tal diversión. Así Satanás los dirige y controla sus deseos, y no consideran que los resultados pueden ser trascendentales. Pueden ser el eslabón de la cadena de sucesos que ligará a un alma a una trampa de Satanás y determinará su ruina eterna.

Cada acto, por pequeño que sea, tiene su lugar en el gran drama de la vida. Consideremos que el deseo de satisfacer una sola vez al apetito introdujo el pecado en nuestro mundo, con sus terribles consecuencias. Los matrimonios profanos de los hijos de Dios con las hijas de los hombres resultaron en una apostasía que llevó a la destrucción del mundo por el diluvio. El acto más trivial de indulgencia propia ha resultado en grandes revoluciones. Tal es el caso ahora. Son muy pocos los que son circunspectos. Como los hijos de Israel, no quieren prestar atención a las palabras de consejo, sino seguir su propia inclinación. Se unen con el elemento mundanal para asistir a reuniones donde se los notará, y así abren el camino y otros los siguen. Lo que se ha hecho una vez lo repetirán tanto ellos mismos como muchos otros. Cada paso que dan éstos, hace una impresión duradera, no sólo sobre su propia conciencia y hábitos, sino sobre los ajenos. Esta consideración presta una dignidad pavorosa a la vida humana. Seremos individualmente, para este tiempo y para la eternidad, lo que nos hagan nuestros hábitos. La vida de los que adquieren los debidos hábitos y son fieles en el cumplimiento de todo deber, será como luz resplandeciente que derrame sus rayos brillantes sobre las sendas ajenas; pero si nos permitimos tener hábitos de infidelidad, si consentimos que se fortalezcan los hábitos de molicie, indolencia y negligencia, una nube más sombría que la medianoche se asentará sobre las perspectivas de esta vida, y privará para siempre al individuo de la vida futura.

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Toda la Biblia es una revelación de la gloria de Dios en Cristo. Recibida, creída y obedecida, es el gran instrumento en la transformación del carácter. Es el único medio seguro de cultura intelectual.

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La religión de Cristo no degrada nunca al que la recibe; nunca lo hace burdo ni tosco, descortés ni engreído, apasionado ni duro de corazón. Por el contrario, refina el gusto, santifica el juicio, purifica y ennoblece los pensamientos, poniéndolos en sujeción a Cristo. El ideal de Dios para sus hijos es más elevado de lo que puede alcanzar el más sublime pensamiento humano. El ha dado en su santa ley un trasunto de su carácter.

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El ideal del carácter cristiano es asemejarse a Cristo. Con esto se abre ante nosotros una senda de progreso constante. Tenemos un objeto que conquistar, una norma que alcanzar, que incluye todo lo bueno, lo puro, lo noble y lo elevado. Debe haber una lucha continua y un progreso constante hacia adelante y hacia arriba, hacia la perfección del carácter.

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