Y téngase presente que Roma se jacta de no variar jamás. Los principios de
Gregorio VII y de Inocencio III son aún los principios de la iglesia católica
romana; y si sólo tuviese el poder, los pondría en vigor con tanta fuerza hoy
como en siglos pasados. Poco saben los protestantes lo que están haciendo al
proponerse aceptar la ayuda de Roma en la tarea de exaltar el domingo. Mientras
ellos tratan de realizar su propósito, Roma tiene su mira puesta en el
restablecimiento de su poder, y tiende a recuperar su supremacía perdida.
Establézcase en los Estados Unidos el principio de que la iglesia puede emplear
o dirigir el poder del estado; que las leyes civiles pueden hacer obligatorias
las observancias religiosas; en una palabra, que la autoridad de la iglesia con
la del estado debe dominar las conciencias, y el triunfo de Roma quedará
asegurado en la gran República de la América del Norte.
La Palabra de
Dios ha dado advertencias respecto a tan inminente peligro; descuide estos
avisos y el mundo protestante sabrá cuáles son los verdaderos propósitos de
Roma, pero ya será tarde para salir de la trampa. Roma está aumentando
sigilosamente su poder. Sus doctrinas están ejerciendo su influencia en las
cámaras legislativas, en las iglesias y en los corazones de los hombres. Ya está
levantando sus soberbios e imponentes edificios en cuyos secretos recintos
reanudará sus antiguas persecuciones. Está acumulando ocultamente sus fuerzas y
sin despertar sospechas para alcanzar sus propios fines y para dar el golpe en
su debido tiempo. Todo lo que Roma desea es asegurarse alguna ventaja, y ésta ya
le ha sido concedida. Pronto veremos y palparemos los propósitos del romanismo.
Cualquiera que crea u obedezca a la Palabra de Dios incurrirá en oprobio y
persecución