En
cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado
conforme a los deseos engañosos. Efesios 4:22.
Dios lo
invita a arrepentirse y a ser celoso en la obra. La conducta que siga ahora
determinará su felicidad eterna. ¿Puede rechazar la misericordiosa invitación
que ahora se le extiende? ¿Puede elegir su propio camino? ¿Acariciará orgullo y
vanidad y perderá finalmente su alma? La Palabra de Dios nos dice con claridad
que pocos se salvarán, y que la mayoría, incluso de los llamados, demostrará ser
indigna de la vida eterna. No tendrán parte en el cielo, sino que su porción
será con Satanás, y experimentarán la muerte segunda.
Hombres
y mujeres pueden evitar esta condenación si lo desean. Es verdad que Satanás es
el gran originador del pecado; pero esto no excusa a nadie por pecar
voluntariamente, porque él no puede obligar a los seres humanos a hacer el mal.
Los tienta a hacerlo, y presenta el pecado como algo atractivo y agradable; pero
tiene que dejar que ellos decidan si lo van a cometer o no. No obliga a la gente
a embriagarse, ni la obliga a no asistir a las reuniones religiosas, sino que
presenta sus tentaciones de manera que las seduce al mal, pero los seres humanos
son agentes morales libres que pueden aceptar o rechazar sus
insinuaciones.—Testimonies for the Church 9:293.
La
conversión es una obra que la mayoría no aprecia. No es cosa de poca monta
transformar una mente terrenal que ama al pecado, e inducirla a comprender el
indescriptible amor de Cristo, los encantos de su gracia y la excelencia de
Dios, de tal manera que el alma se impregne del amor divino y sea cautivada por
los misterios celestiales. Cuando una persona comprende estas cosas, su vida
anterior le parece desagradable y odiosa. Aborrece el pecado y, quebrantando su
corazón delante de Dios, abraza a Cristo, vida y gozo del alma. Renuncia a sus
placeres anteriores. Tiene una mente nueva, nuevos afectos, nuevo interés, nueva
voluntad; sus tristezas, sus deseos y su amor son todos nuevos. Se aparta ahora
de los deseos de la carne, de los deseos de los ojos y de la vanagloria de la
vida, que hasta entonces prefirió a Cristo, y éste es el encanto de su vida, la
corona de su regocijo.
Considera ahora, en toda su riqueza y gloria, el cielo que no le atraía antes, y
lo contempla como su patria futura, donde verá, amará y alabará a Aquel que lo
redimió con su sangre preciosa.—Joyas de los Testimonios 1:250
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