jueves, 20 de julio de 2023

En el abismo


Aun las dudas asaltaron al moribundo Hijo de Dios. No podía ver a través de los portales de la tumba. Ninguna esperanza resplandeciente le presentaba su salida del sepulcro como vencedor ni la aceptación de su sacrificio de parte de su Padre. El Hijo de Dios sintió hasta lo sumo el peso del pecado del mundo en todo su espanto. El desagrado del Padre por el pecado y la penalidad de éste, la muerte, era todo lo que podía vislumbrar a través de esas pavorosas tinieblas. Se sintió tentado a temer que el pecado fuese tan ofensivo para los ojos de Dios que no pudiese reconciliarse con su Hijo. La fiera tentación de que su propio Padre le había abandonado para siempre, le arrancó ese clamor angustioso en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”

Cristo experimentó mucho de lo que los pecadores sentirán cuando las copas de la ira de Dios sean derramadas sobre ellos. La negra desesperación envolverá como una mortaja sus almas culpables, y comprenderán en todo su sentido la pecaminosidad del pecado. La salvación ha sido comprada para ellos por los sufrimientos y la muerte del Hijo de Dios. Podría ser suya si la aceptaran voluntaria y gustosamente; pero ninguno está obligado a obedecer a la ley de Dios. Si niegan el beneficio celestial y prefieren los placeres y el engaño del pecado, consumarán su elección, pero al fin recibirán su salario: la ira de Dios y la muerte eterna. Estarán para siempre separados de la presencia de Jesús, cuyo sacrificio han despreciado. Habrán perdido una vida de felicidad y sacrificado la vida eterna por los placeres momentáneos del pecado. La fe y la esperanza temblaron en medio de la agonía mortal de Cristo, porque Dios ya no le aseguró su aprobación y aceptación, como hasta entonces. El Redentor del mundo había confiado en las evidencias que le habían fortalecido hasta allí, de que su Padre aceptaba sus labores y se complacía en su obra. En su agonía mortal, mientras entregaba su preciosa vida, tuvo que confiar por la fe solamente en Aquel a quien había obedecido con gozo. No le alentaron claros y brillantes rayos de esperanza que iluminasen a diestra y siniestra. Todo lo envolvía una lobreguez opresiva. En medio de las espantosas tinieblas que la naturaleza formó por simpatía, el Redentor apuró la misteriosa copa hasta las heces. Mientras se le denegaba hasta la brillante esperanza y confianza en el triunfo que obtendría en lo futuro, exclamó con fuerte voz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” Lucas 23:46. Conocía el carácter de su Padre, su justicia, misericordia y gran amor, y sometiéndose a él se entregó en sus manos. En medio de las convulsiones de la naturaleza, los asombrados espectadores oyeron las palabras del moribundo del Calvario. La naturaleza simpatizó con los sufrimientos de su Autor. La tierra convulsa y las rocas desgarradas proclamaron que era el Hijo de Dios quien moría. Hubo un gran terremoto. El velo del templo se rasgó en dos. El terror se apoderó de los verdugos y de los espectadores, cuando las tinieblas velaron al sol, la tierra tembló bajo sus pies y las rocas se partieron. Las burlas y los escarnios de los príncipes de los sacerdotes y ancianos cesaron cuando Cristo entregó su espíritu en las manos de su Padre. La asombrada muchedumbre empezó a retirarse y a buscar a tientas, en las tinieblas, el camino de regreso a la ciudad. Se golpeaban el pecho mientras iban, y con terror cuchicheaban entre sí: “Asesinaron a un inocente. ¿Qué será de nosotros, si verdaderamente él fuera, como lo afirmó, el Hijo de Dios?”

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