LA LECCIÓN DE
BELÉN
"Así
también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y
aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le
esperan"." (Heb. 9: 28).
Cuando se produjo el primer advenimiento de
Cristo, los sacerdotes y los fariseos de la ciudad santa, a quienes fueran
confiados los oráculos de Dios, habrían podido discernir las señales de los tiempos y
proclamar la venida del Mesías prometido. La profecía de Miqueas señalaba el lugar de su
nacimiento. (Miq. 5: 2.) Daniel especificaba el tiempo de su advenimiento. (Dan.
9: 25.) Dios había encomendado estas profecías a los caudillos de Israel; no
tenían pues excusa por no saber que el Mesías estaba a punto de llegar y por no
habérselo dicho al pueblo. Su ignorancia era resultado de culpable descuido. . .
Todo el pueblo debería haber estado velando y esperando para hallarse entre los
primeros en saludar al Redentor del mundo. En vez de todo esto, vemos, en Belén,
a dos caminantes cansados que vienen de los collados de Nazaret, y que recorren
toda la longitud de la angosta calle del pueblo hasta el extremo este de la
ciudad, buscando en vano lugar de descanso y abrigo para la noche. Ninguna
puerta se abre para recibirlos. En un miserable cobertizo para el ganado,
encuentran al fin un refugio, y allí fue donde nació el Salvador del mundo. . .
No hay señales de que se espere a
Cristo ni preparativos para recibir al Príncipe de la vida. Asombrado, el
mensajero celestial está a punto de volverse al cielo con la vergonzosa noticia,
cuando descubre un grupo de pastores que están cuidando sus rebaños durante la
noche, y que al contemplar el cielo estrellado, meditan en la profecía de un
Mesías que debe venir a la tierra y anhelan el advenimiento del Redentor del
mundo. Aquí tenemos un grupo de seres humanos preparados para recibir el mensaje
celestial. Y de pronto aparece el ángel del Señor proclamando las buenas nuevas
de gran gozo...
¡Oh! ¡Qué lección encierra esta maravillosa historia de
Belén! ¡Qué reconvención para nuestra incredulidad, nuestro orgullo y amor
propio! ¡Cómo nos amonesta a que tengamos cuidado, no sea que por nuestra
criminal indiferencia, nosotros también dejemos de discernir las señales de los tiempos, y no
conozcamos el día de nuestra visitación!9 (Nota: CS, 358-360