El principio que los discípulos sostuvieron valientemente cuando, en
respuesta a la orden de no hablar más en el nombre de Jesús, declararon: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer antes a vosotros que a Dios,”1
es el mismo que los adherentes del Evangelio lucharon por mantener en
los días de la Refoma. Cuando en 1529 los príncipes alemanes se
reunieron en la Dieta de Espira, se presentó allí el decreto del
emperador que restringía la libertad religiosa, y que prohibía toda
diseminación ulterior de las doctrinas reformadas. Parecía que la
esperanza del mundo estaba a punto de ser destrozada. ¿Iban a aceptar
los príncipes el decreto? ¿Debía privarse de la luz del Evangelio a las
multitudes que estaban todavía en las tinieblas? Importantes intereses
para el mundo estaban en peligro. Los que habían aceptado la fe
reformada se reunieron, y su unánime decisión fué: “Rechacemos este
decreto. En asunto de conciencia la mayoría no tiene autoridad.”2
En nuestros días debemos sostener firmemente este principio. El estandarte de la verdad y de la libertad religiosa sostenido en alto por los fundadores de la iglesia evangélica y por los testigos de Dios durante los siglos que desde entonces han pasado, ha sido confiado a nuestras manos para este último conflicto. La responsabilidad de este gran don descansa sobre aquellos a quienes Dios ha bendecido con un conocimiento de su Palabra. Hemos de recibir esta Palabra como autoridad suprema. Hemos de reconocer los gobiernoshumanos como instituciones ordenadas por Dios mismo, y enseñar la obediencia a ellos como un deber sagrado, dentro de su legítima esfera. Pero cuando sus demandas estén en pugna con las de Dios, hemos de obedecer a Dios antes que a los hombres. La Palabra de Dios debe ser reconocida sobre toda otra legislación humana. Un “Así dice Jehová” no ha de ser puesto a un lado por un “Así dice la iglesia” o un “Así dice el estado.” La corona de Cristo ha de ser elevada por sobre las diademas de los potentados terrenales.
No se nos pide que desafiemos a las autoridades. Nuestras palabras, sean habladas o escritas, deben ser consideradas cuidadosamente, no sea que por nuestras declaraciones parezcamos estar en contra de la ley y del orden y dejemos constancia de ello. No debemos decir ni hacer ninguna cosa que pudiera cerrarnos innecesariamente el camino. Debemos avanzar en el nombre de Cristo, defendiendo las verdades que se nos encomendaron. Si los hombres nos prohiben hacer esta obra, entonces podemos decir, como los apóstoles: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer antes a vosotros que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído.”3—Los Hechos de los Apóstoles, 56, 57.
Obreros Evangelicos, p. 404,405.
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