EL SUEÑO de la gran imagen, que presentaba a
Nabucodonosor acontecimientos que llegaban hasta el fin del tiempo, le había
sido dado para que comprendiese la parte que le tocaba desempeñar en la historia
del mundo y la relación que su reino debía sostener con el reino del cielo. En
la interpretación del sueño, se le había instruido claramente acerca del
establecimiento del reino eterno de Dios. Daniel había explicado: "Y en
los días de estos reyes, levantará el Dios del cielo un reino que nunca jamás se
corromperá: y no será dejado a otro pueblo este reino; el cual desmenuzará y
consumirá todos estos reinos, y él permanecerá para siempre.... El sueño es
verdadero, y fiel su declaración." (Dan. 2: 44, 45.)
El rey había
reconocido el poder de Dios al decir a Daniel: "Ciertamente que el
Dios vuestro es Dios de dioses, . . . y el descubridor de los misterios." (Vers.
47.) Después de esto, Nabucodonosor sintió por un tiempo la influencia del temor
de Dios; pero su corazón no había quedado limpio de ambición mundanal ni del
deseo de ensalzarse a sí mismo. La prosperidad que acompañaba su reinado le
llenaba de orgullo. Con el tiempo dejó de honrar a Dios, y resumió su adoración
de los ídolos con mayor celo y fanatismo que antes.
Las palabras: "Tú
eres aquella cabeza de oro" "(Vers. 38), habían hecho una profunda impresión en
la mente del gobernante. Los sabios de su reino, valiéndose de esto y de su
regreso a la idolatría, le propusieron que hiciera una imagen similar a la que
había visto en su sueño, y que la levantase donde todos pudiesen contemplar la
cabeza de oro, que había sido interpretada como símbolo que representaba su
reino. Agradándole la halagadora sugestión, resolvió llevarla a ejecución, e ir
aun más lejos. En vez de reproducir la imagen tal como la había visto, iba a
superar el original. En su imagen no habría descenso de valores desde la cabeza
hasta los pies, sino que se la haría por completo de oro, para que toda ella
simbolizara a Babilonia como reino eterno, indestructible y todopoderoso que
quebrantaría y desmenuzaría todos los demás reinos, y perduraría para siempre.
El pensamiento de afirmar el imperio y establecer una dinastía que
perdurase para siempre, tenía mucha atracción para el poderoso gobernante ante
cuyas armas no habían podido resistir las naciones de la tierra. Con entusiasmo
nacido de la ambición ilimitada y del orgullo egoísta, consultó a sus sabios
acerca de cómo ejecutar lo pensado. Olvidando las providencias notables
relacionadas con el sueño de la gran imagen, y olvidando también que por medio
de su siervo Daniel el Dios de Israel había
aclarado el significado de la imagen, y que en relación con esta interpretación
los grandes del reino habían sido salvados de una muerte ignominiosa;
olvidándolo todo, menos su deseo de establecer su propio poder y supremacía, el
rey y sus consejeros de estado resolvieron que por todos los medios disponibles
se esforzarían por exaltar a Babilonia como suprema y digna de obediencia
universal.
La representación simbólica por medio de la cual Dios había
revelado al rey y al pueblo su propósito para con las naciones de la tierra, iba
a emplearse para glorificar el poder humano. La interpretación de Daniel iba a ser rechazada y
olvidada; la verdad iba a ser interpretada con falsedad y mal aplicada. El
símbolo destinado por el Cielo para revelar a los intelectos humanos
acontecimientos futuros importantes iba a emplearse para impedir la difusión del
conocimiento que Dios deseaba ver recibido por el mundo. En esta forma, mediante
las maquinaciones de hombres ambiciosos, Satanás estaba procurando estorbar el
propósito divino en favor de la familia humana. El enemigo de la humanidad sabía
que la verdad sin mezcla de error es un gran poder para salvar; pero que cuando
se usa para exaltar al yo y favorecer los proyectos de los hombres, llega a ser
un poder para el mal.
Con recursos de sus grandes tesoros, Nabucodonosor
hizo hacer una gran imagen de oro, similar en sus rasgos generales a la que
había visto en visión, menos en un detalle relativo al material de que se
componía. Aunque acostumbrados a magníficas representaciones de sus divinidades
paganas, los caldeos no habían producido antes cosa alguna tan imponente ni
majestuosa como esta estatua resplandeciente, de sesenta codos de altura y seis
codos de anchura. No es sorprendente que en una tierra donde la adoración de los
ídolos era universal, la hermosa e inestimable imagen levantada en la llanura de
Dura para representar la gloria, la magnificencia y el poder de Babilonia, fuese
consagrada como objeto de culto. Así se dispuso, y se decretó que en el día de
la dedicación todos manifestasen su suprema lealtad al poder babilónico
postrándose ante la imagen.
Llegó el día señalado, y un vasto concurso
de todos los "pueblos, naciones, y lenguas," se congregó en la llanura de Dura.
De acuerdo con la orden del rey, cuando se oyó el sonido de la música, todos los
pueblos "se postraron, y adoraron la estatua de oro." En aquel día decisivo las
potestades de las tinieblas parecían ganar un triunfo señalado; el culto de la
imagen de oro parecía destinado a quedar relacionado de un modo permanente con
las formas establecidas de la idolatría reconocida como religión del estado en
aquella tierra. Satanás esperaba derrotar así el propósito que Dios tenía, de
hacer de la presencia del cautivo Israel en Babilonia un medio de bendecir a
todas las naciones paganas.
Pero Dios decretó otra cosa. No todos habían
doblegado la rodilla ante el símbolo idólatra del poder humano. En medio de la
multitud de adoradores había tres hombres que estaban firmemente resueltos a no
deshonrar así al Dios del cielo. Su Dios era Rey de reyes y Señor de señores;
ante ningún otro se postrarían.
A Nabucodonosor, entusiasmado por su
triunfo, se le comunicó que entre sus súbditos había algunos que se atrevían a
desobedecer su mandato. Ciertos sabios, celosos de los honores que se habían
concedido a los fieles compañeros de Daniel, informaron al rey
acerca de la flagrante violación de sus deseos. Exclamaron: "Rey, para siempre
vive.... Hay unos varones Judíos, los cuales pusiste tú sobre los negocios de la
provincia de Babilonia; Sadrach, Mesach, y Abed-nego: estos varones, oh rey, no
han hecho cuenta de ti; no adoran tus dioses, no adoran la estatua de oro que tú
levantaste." El rey ordenó que esos hombres fuesen traídos delante de él.
Preguntó: "¿Es verdad Sadrach, Mesach, y Abed-nego, que vosotros no honráis a mi
dios, ni adoráis la estatua de oro que he levantado?" Por medio de amenazas
procuró inducirlos a unirse con la multitud. Señalando el horno de fuego, les
recordó el castigo que los esperaba si persistían en su negativa a obedecer su
voluntad. Pero con firmeza los hebreos atestiguaron su fidelidad al Dios del
cielo, y su fe en su poder para librarlos. Todos comprendían que el acto de
postrarse ante la imagen era un acto de culto. Y sólo a Dios podían ellos rendir
un homenaje tal.
Mientras los tres hebreos estaban delante del rey, él
se convenció de que poseían algo que no tenían los otros sabios de su reino.
Habían sido fieles en el cumplimiento de todos sus deberes. Les daría otra
oportunidad. Si tan sólo indicaban buena disposición a unirse con la multitud
para adorar la imagen, les iría bien; pero "si no la adorareisañadió,en la
misma hora seréis echados en medio de un horno de fuego ardiendo." Y con la mano
extendida hacia arriba en son de desafío, preguntó: "¿Qué dios será aquel que os
libre de mis manos? "
Vanas fueron las amenazas del rey. No podía
desviar a esos hombres de su fidelidad al Príncipe del universo. De la historia
de sus padres habían aprendido que la desobediencia a Dios resulta en deshonor,
desastre y muerte; y que el temor de Jehová es el principio de la sabiduría, el
fundamento de toda prosperidad verdadera. Mirando con calma el horno, dijeron:
"No cuidamos de responderte sobre este negocio. He aquí nuestro Dios a quien
honramos, puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos
librará." Su fe quedó fortalecida cuando declararon que Dios sería glorificado
libertándolos, y con una seguridad triunfante basada en una fe implícita en
Dios, añadieron: "Y si no, sepas, oh rey, que tu dios no adoraremos, ni tampoco
honraremos la estatua que has levantado."
La ira del rey no conoció
límites. "Lleno de ira, . . . demudóse la figura de su rostro sobre Sadrach,
Mesach, y Abed-nego," representantes de una raza despreciada y cautiva.
Ordenando que se calentase el horno siete veces más que de costumbre, mandó a
hombres fuertes de su ejército que atasen a los adoradores del Dios de Israel
para ejecutarlos sumariamente.
"Entonces estos varones fueron atados con
sus mantos, y sus calzas, y sus turbantes, y sus vestidos, y fueron echados
dentro del horno de fuego ardiendo. Y porque la palabra del rey daba priesa, y
había procurado que se encendiese mucho, la llama del fuego mató a aquellos que
habían alzado a Sadrach, Mesach, y Abed-nego."
Pero el Señor no olvidó a
los suyos. Cuando sus testigos fueron arrojados al horno, el Salvador se les
reveló en persona, y juntos anduvieron en medio del fuego. En la presencia del
Señor del calor y del frío, las llamas perdieron su poder de consumirlos.
Desde su solio real, el rey miraba esperando ver completamente
destruídos a los hombres que le habían desafiado. Pero sus sentimientos de
triunfo cambiaron repentinamente. Los nobles que estaban cerca vieron que su
rostro palidecía mientras se levantaba del trono y miraba intensamente hacia las
llamas resplandecientes. Con alarma, el rey, volviéndose hacia sus señores,
preguntó: "¿No echaron tres varones atados dentro del fuego? . . . He aquí que
yo veo cuatro varones sueltos, que se pasean en medio del fuego, y ningún daño
hay en ellos: y el parecer del cuarto es semejante a hijo de los dioses."
¿Cómo sabía el rey qué aspecto tendría el Hijo de Dios? En su vida y
carácter, los cautivos hebreos que ocupaban puestos de confianza en Babilonia
habían representado la verdad delante de él. Cuando se les pidió una razón de su
fe, la habían dado sin vacilación. Con claridad y sencillez habían presentado
los principios de la justicia, enseñando así a aquellos que los rodeaban acerca
del Dios al cual adoraban. Les habían hablado de Cristo, el Redentor que iba a
venir; y en la cuarta persona que andaba en medio del fuego, el rey reconoció al
Hijo de Dios.
Y ahora, olvidándose de su propia grandeza y dignidad,
Nabucodonosor descendió de su trono, y yendo a la boca del horno clamó:
"Sadrach, Mesach, y Abed-nego, siervos del alto Dios, salid y venid."
Entonces Sadrach, Mesach y Abed-nego salieron delante de la vasta
muchedumbre, y se los vio ilesos. La presencia de su Salvador los había guardado
de todo daño, y sólo se habían quemado sus ligaduras. "Y juntáronse los grandes,
los gobernadores, los capitanes, y los del consejo del rey, para mirar estos
varones, como el fuego no se enseñoreó de sus cuerpos, ni cabello de sus cabezas
fue quemado, ni sus ropas se mudaron, ni olor de fuego había pasado por ellos."
Olvidada quedó la gran imagen de oro, levantada con tanta pompa. En la
presencia del Dios viviente, los hombres temieron y temblaron. El rey humillado
se vio obligado a reconocer: "Bendito el Dios de ellos, de Sadrach, Mesach, y
Abed-nego, que envió su ángel, y libró sus siervos que esperaron en él, y el
mandamiento del rey mudaron, y entregaron sus cuerpos antes que sirviesen ni
adorasen otro dios que su Dios."
Lo experimentado aquel día indujo a
Nabucodonosor a promulgar un decreto, "que todo pueblo, nación, o lengua, que
dijere blasfemia contra el Dios de Sadrach, Mesach, y Abed-nego, sea
descuartizado, y su casa sea puesta por muladar." Y expresó así la razón por la
cual dictaba un decreto tal: "Por cuanto no hay dios que pueda librar como
éste."
Con estas palabras y otras semejantes, el rey de Babilonia
procuró difundir en todos los pueblos de la tierra su convicción de que el poder
y la autoridad del Dios de los hebreos merecían adoración suprema. Y agradó a
Dios el esfuerzo del rey por manifestarle reverencia y por hacer llegar la
confesión real de fidelidad a todo el reino babilónico .
Era correcto
que el rey hiciese una confesión pública, y procurase exaltar al Dios de los
cielos sobre todos los demás dioses; pero al intentar obligar a sus súbditos a
hacer una confesión de fe similar a la suya y a manifestar la misma reverencia
que él, Nabucodonosor se excedía de su derecho como soberano temporal. No tenía
más derecho, civil o moral, de amenazar de muerte a los hombres por no adorar a
Dios, que lo había tenido para promulgar un decreto que consignaba a las llamas
a cuantos se negasen a adorar la imagen de oro. Nunca compele Dios a los hombres
a obedecer. Deja a todos libres para elegir a quién quieren servir.
Mediante la liberación de sus fieles siervos, el Señor declaró que está
de parte de los oprimidos, y reprende a todos los poderes terrenales que se
rebelan contra la autoridad del Cielo. Los tres hebreos declararon a toda la
nación de Babilonia su fe en Aquel a quien adoraban. Confiaron en Dios. En la
hora de su prueba recordaron la promesa: "Cuando pasares por las aguas, yo seré
contigo; y por los ríos, no te anegarán. Cuando pasares por el fuego, no te
quemarás, ni la llama arderá en ti." (Isa. 43: 2.) Y de una manera
maravillosa su fe en la Palabra viviente fue honrada a la vista de todos. Las
nuevas de su liberación admirable fueron transmitidas a muchos países por los
representantes de las diferentes naciones que Nabucodonosor 376 había invitado a
la dedicación. Mediante la fidelidad de sus hijos, Dios fue glorificado en toda
la tierra.
Importantes son las lecciones que debemos aprender de lo
experimentado por los jóvenes hebreos en la llanura de Dura. En esta época
nuestra, muchos de los siervos de Dios, aunque inocentes de todo mal proceder,
serán entregados para sufrir humillación y ultrajes a manos de aquellos que,
inspirados por Satanás, están llenos de envidia y fanatismo religioso. La ira
del hombre se despertará en forma especial contra aquellos que santifican el
sábado del cuarto mandamiento; y al fin un decreto universal los denunciará como
merecedores de muerte.
El tiempo de angustia que espera al pueblo de
Dios requerirá una fe inquebrantable. Sus hijos deberán dejar manifiesto que él
es el único objeto de su adoración, y que por ninguna consideración, ni siquiera
de la vida misma, pueden ser inducidos a hacer la menor concesión a un culto
falso. Para el corazón leal, los mandamientos de hombres pecaminosos y finitos
son insignificantes frente a la Palabra del Dios eterno. Obedecerán a la verdad
aunque el resultado haya de ser encarcelamiento, destierro o muerte.
Como en los días de Sadrach, Mesach y Abed-nego, en el período final de
la historia de esta tierra, el Señor obrará poderosamente en favor de aquellos
que se mantengan firmemente por lo recto. El que anduvo con los notables hebreos
en el horno de fuego acompañará a sus seguidores dondequiera que estén. Su
presencia constante los consolará y sostendrá. En medio del tiempo de angustia
cual nunca hubo desde que fue nación, sus escogidos permanecerán inconmovibles.
Satanás, con toda la hueste del mal, no puede destruir al más débil de los
santos de Dios. Los protegerán ángeles excelsos en fortaleza, y Jehová se
revelará en su favor como "Dios de dioses," que puede salvar hasta lo sumo a los
que ponen su confianza