viernes, 6 de septiembre de 2024

Los juicios de Dios sobre nuestras ciudades


Estando en Loma Linda, California, el 16 de abril de 1906, pasó delante de mí una de las más asombrosas escenas. En una visión de la noche, yo estaba sobre una altura desde donde veía las casas sacudirse como el viento sacude los juncos. Los edificios, grandes y pequeños, se derrumbaban. Los sitios de recreo, los teatros, hoteles y palacios suntuosos eran conmovidos y derribados. Muchas vidas eran destruídas y los lamentos de los heridos y aterrorizados llenaban el espacio.

Los ángeles destructores, enviados por Dios, estaban obrando. Un simple toque, y los edificios construídos tan sólidamente que los hombres los tenían por resguardados de todo peligro quedaban reducidos a un montón de escombros. Ninguna seguridad había en parte alguna. Personalmente, no me sentía en peligro, pero no puedo describir las escenas terribles que se desarrollaron ante mi vista. Era como si la paciencia de Dios se hubiese agotado y hubiese llegado el día del juicio. Entonces el ángel que estaba a mi lado me dijo que muy pocas personas se dan cuenta de la maldad que reina en el mundo hoy, especialmente en las ciudades grandes. Declaró que el Señor ha fijado un tiempo cuando su ira castigará a los transgresores por su persistente menoscabo de su ley. Aunque terrible, la escena que pasó ante mis ojos no me hizo tanta impresión como las instrucciones que recibí en esa ocasión. El ángel que estaba a mi lado declaró que la soberanía de Dios, el carácter sagrado de su ley, deben ser manifestados a los que rehusan obstinadamente obedecer al Rey de reyes. Los que prefieran quedar infieles habrán de ser heridos por los juicios misericordiosos, a fin de que, si posible fuere, lleguen a percatarse de la culpabilidad de su conducta. Durante el día siguiente, estuve pensando en las escenas que habían pasado ante mis ojos y en las instrucciones que las habían acompañado. Por la tarde fuimos a Glendale, cerca de Los Angeles. En el transcurso de la noche siguiente, recibí nuevas instrucciones tocante al carácter santo y obligatorio de los diez mandamientos y de la supremacía de Dios sobre todos los gobernantes terrenales. Me parecía estar en medio de una asamblea, presentando al público los requerimientos de la ley divina. Leí el pasaje relativo a la institución del sábado en el Edén, al final de la semana de la creación, y lo referente a la promulgación de la ley en el Sinaí. Después declaré que el sábado debe ser observado como señal de un “pacto perpetuo” entre Dios y los que le pertenecen, a fin de que sepan que son santificados por Jehová, su Creador. Luego insistí en el hecho de que el gobierno de Dios rige supremo todos los gobiernos de los hombres. Su ley debe ser regla de conducta para todos. No es permitido a los hombres pervertir sus sentidos por la intemperancia, o someter su mente a las influencias satánicas, porque ello los deja en la imposibilidad de observar la ley de Dios. Aunque el divino Soberano soporte con paciencia la maldad, no puede ser engañado, y no callará para siempre. Su autoridad y supremacía como Príncipe del universo, deben ser reconocidas, y las justas demandas de su ley vindicadas. Muchas otras instrucciones tocante a la longanimidad de Dios y la necesidad de hacer comprender a los transgresores el peligro de la posición que ocupan delante de él, fueron repetidas al público tal como yo las había recibido de mi instructor. El 18 de abril, dos días después de haber tenido la visión del derrumbamiento de los edificios, fuí a la capilla de la calle Carr, en Los Angeles, donde se me esperaba. Como íbamos llegando, oímos a los vendedores de diarios que gritaban: “¡San Francisco destruído por un terremoto!” Con el corazón lleno de angustia leí las primeras noticias del terrible desastre. Dos semanas más tarde, al volver a nuestra casa, pasamos por San Francisco, y, alquilando un coche, visitamos por una hora y media la desolación de aquella gran ciudad. Edificios reputados indestructibles yacían en ruinas. Algunas casas estaban en parte hundidas en el suelo. La ciudad ofrecía un cuadro lamentable de la vanidad de los esfuerzos humanos para construir edificios a prueba de fuego y terremotos. Por boca del profeta Sofonías, el Señor habla de los juicios con que afligirá a los que hacen el mal: “Destruiré del todo todas las cosas de sobre la haz de la tierra, dice Jehová. Destruiré los hombres y las bestias; destruiré las aves del cielo, y los peces de la mar, y las piedras de tropiezo con los impíos; y talaré los hombres de sobre la haz de la tierra, dice Jehová.” “Y será que en el día del sacrificio de Jehová, haré visitación sobre los príncipes, y sobre los hijos del rey, y sobre todos los que visten vestido extranjero. Asimismo haré visitación sobre todos los que saltan la puerta, los que hinchen de robo y de engaño las casas de sus señores.” ... “Y será en aquel tiempo, que yo escudriñaré a Jerusalem con candiles, y haré visitación sobre los hombres que están sentados sobre sus heces, los cuales dicen en su corazón: Jehová ni hará bien ni mal. Será por tanto saqueada su hacienda, y sus casas asoladas: y edificarán casas, mas no las habitarán; y plantarán viñas, mas no beberán el vino de ellas.” “Cercano está el día grande de Jehová, cercano y muy presuroso; voz amarga del día de Jehová; gritará allí el valiente. Día de ira aquel día, día de angustia y de aprieto, día de alboroto y de asolamiento, día de tiniebla y de obscuridad, día de nublado y de entenebrecimiento, día de trompeta y de algazara, sobre las ciudades fuertes, y sobre las altas torres. Y atribularé los hombres, y andarán como ciegos, porque pecaron contra Jehová: y la sangre de ellos será derramada como polvo, y su carne como estiércol. Ni su plata ni su oro podrá librarlos en el día de la ira de Jehová; pues toda la tierra será consumida con el fuego de su celo: porque ciertamente consumación apresurada hará con todos los moradores de la tierra.” Sofonías 1:2, 3, 8-18.

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