lunes, 7 de agosto de 2023

Se nos pidió que oráramos


Mi esposo y yo asistimos una vez a una reunión en la que se solicitó nuestra simpatía en favor de un hermano que sufría mucho de tisis. Pálido y demacrado, el enfermo solicitó las oraciones de los hijos de Dios. Nos dijo que su familia estaba enferma y que había perdido un hijo. Habló con sentimiento de su pérdida. Dijo que desde hacía un tiempo esperaba a los Hnos. White. Creía que si ellos oraban por él, sanaría. Después de terminar la reunión, los hermanos nos llamaron la atención a su caso. Dijeron que la iglesia les estaba ayudando, que su esposa estaba enferma, y que su hijo había muerto. Los hermanos se habían reunido para orar por la familia afligida. Estábamos muy cansados, y pesaba sobre nosotros la responsabilidad del trabajo durante la reunión, y deseábamos que se nos disculpara.

Yo había resuelto no orar a favor de nadie, a menos que el Espíritu del Señor dictase lo que debía hacerse. Se me había mostrado que abundaba tanta iniquidad, aun entre los profesos observadores del sábado, que no deseaba orar con otros en favor de aquellos cuya historia no conocía. Cuando expresé mi razón, los hermanos me aseguraron que, por cuanto sabían, era un hermano digno. Conversé algunas palabras con el que había solicitado nuestras oraciones para ser sanado; pero no me sentía libre. El lloró y dijo que había aguardado nuestra venida, y se sentía seguro de que si orábamos por él, recobraría la salud. Le dijimos que no conocíamos su vida; que preferíamos que orasen por él aquellos que le conocían. Nos importunó con tanta insistencia que decidimos considerar su caso, y presentarlo ante el Señor aquella noche; y si el camino parecía expedito, cumpliríamos con su petición. Esa noche, postrados en oración, presentamos su caso ante el Señor. Pedimos conocer la voluntad de Dios acerca de él. Todo lo que deseábamos era que Dios fuera glorificado. ¿Quería el Señor que orásemos por este hombre afligido? Dejamos la carga al Señor y nos retiramos a descansar. En un sueño se me presentó claramente el caso de este hombre. Se me mostró su conducta desde su infancia, y supe que si orábamos, el Señor no nos oiría, porque ese hermano albergaba iniquidad en su corazón. A la mañana siguiente, el hombre acudió a pedirnos que orásemos por él. Lo llevamos aparte y le dijimos que lamentábamos vernos obligados a negarle lo que pedía. Relaté mi sueño que él reconoció como verdadero. Había abusado de sí mismo desde su juventud, y había continuado haciéndolo durante su matrimonio, pero dijo que procuraría librarse del vicio. Este hombre tenía que vencer un hábito fomentado durante mucho tiempo. Ya era hombre de edad madura. Sus principios morales eran tan débiles, que se desmoronaban cuando tenían que luchar con un vicio tan arraigado. Las pasiones más bajas habían adquirido gran ascendiente sobre su naturaleza superior. Le interrogué acerca de la reforma pro salud. Dijo que no podía vivir de acuerdo con ella. Su esposa arrojaba de la casa la harina integral si se la traían. Sin embargo esta familia había recibido ayuda de la iglesia. Se habían hecho oraciones en su favor. Había muerto su hijo, la esposa estaba enferma, y el esposo y padre nos presentaba su caso para que lo llevásemos a un Dios puro y santo, a fin de que realizase un milagro y lo sanase. Las sensibilidades morales de este hombre estaban embotadas. Cuando los jóvenes adoptan prácticas viles mientras su espíritu es tierno, nunca obtendrán fuerza para desarrollar plena y correctamente su carácter físico, intelectual y moral. Allí había un hombre que se degradaba diariamente, y sin embargo se atrevía a comparecer en la presencia de Dios, para pedir renovación de la fuerza que había despilfarrado vilmente, y que, si le era concedida, consumiría en su concupiscencia. ¡Qué tolerancia la de Dios! Si tratase al hombre de acuerdo con sus caminos corrompidos, ¿quién podría vivir delante de él? Y si nosotros hubiésemos sido menos cautelosos y hubiésemos presentado este caso a Dios, mientras practicaba la iniquidad, ¿nos habría oído el Señor? ¿Habría contestado? “Porque tú no eres un Dios que ame la maldad: el malo no habitará junto a ti. No estarán los insensatos delante de tus ojos: aborreces a todos los que obran iniquidad.” “ Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me oyera.” Salmos 5:4, 5; 66:18. Este no es un caso aislado. Aun las relaciones matrimoniales no eran suficientes para preservar a este hombre de los hábitos corrompidos de su juventud. ¡Ojalá se me pudiera convencer de que los casos como el que presenté son raros; pero sé que son frecuentes! Los hijos que nacen de padres dominados por pasiones corrompidas resultan inútiles. ¿Qué puede esperarse de tales hijos, sino que se hundan aún más bajo que sus padres? ¿Qué puede esperarse de esta generación naciente? Miles carecen de principios. Estos mismos transmiten a su posteridad sus propias pasiones miserables y corruptas. ¡Qué legado! Miles arrastran sus vidas sin principios, contaminan a los que viven con ellos; y perpetúan sus pasiones degradadas, transmitiéndolas a sus hijos. Asumen la responsabilidad de darles la estampa de su propio carácter.

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