Toda la naturaleza fue confiada a Adán y Eva.
Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra
semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las
bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra.
Génesis 1:26.
Mientras permaneciesen leales a Dios, Adán y su compañera iban a ser los señores
de la tierra. Recibieron dominio ilimitado sobre toda criatura viviente. El león
y la oveja triscaban pacíficamente a su alrededor o se echaban junto a sus pies.
Los felices pajarillos revoloteaban alrededor de ellos sin temor alguno; y
cuando sus alegres trinos ascendían alabando a su Creador, Adán y Eva se unían a
ellos en acción de gracias al Padre y al Hijo.
La santa pareja era no sólo hijos bajo el cuidado paternal de Dios, sino también
estudiantes que recibían instrucción del omnisciente Creador. Eran visitados por
los ángeles, y se gozaban en la comunión directa con su Creador, sin ningún velo
oscurecedor de por medio. Se sentían pletóricos del vigor que procedía del árbol
de la vida, y su poder intelectual era apenas un poco menor que el de los
ángeles. Los misterios del universo visible, “las maravillas del Perfecto en
sabiduría” (Job 37:16), les suministraban una fuente inagotable de instrucción y
placer.
Las leyes y los procesos de la naturaleza que han sido objeto del estudio de la
humanidad durante seis mil años, fueron puestos al alcance de su mente por el
infinito Forjador y Sustentador de todo. Se entretenían con las hojas, las
flores y los árboles, descubriendo en cada uno de ellos los secretos de su vida.
Toda criatura viviente era familiar para Adán, desde el poderoso leviatán que
juega entre las aguas hasta el más diminuto insecto que flota en el rayo del
sol. A cada uno le había dado su nombre y conocía su naturaleza y sus
costumbres.
La gloria de Dios en los cielos, los innumerables mundos en sus ordenados
movimientos, “las diferencias de las nubes” (Job 27:16), los misterios de la luz
y del sonido, de la noche y del día, todo estaba al alcance de la comprensión de
nuestros primeros padres. El nombre de Dios estaba escrito en cada hoja del
bosque, y en cada piedra de la montaña, en cada brillante estrella, en la
tierra, en el aire y en los cielos. El orden y la armonía de la creación les
hablaba de una sabiduría y un poder infinitos. Continuamente descubrían algo
nuevo que llenaba su corazón del más profundo amor, y les arrancaba nuevas
expresiones de gratitud
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