sábado, 12 de octubre de 2024

La unidad en Jesucristo


Mientras asistía a la sesión de la junta de la Asociación General, realizada en septiembre de 1904, estuve sumamente preocupada por lo que concierne a la unidad que debe reinar en nuestra obra. No me fué posible asistir a todas las reuniones, pero durante la noche una escena tras otra pasaban delante de mí, y tuve la impresión de que debía transmitir un mensaje a nuestros hermanos de muchos lugares. Mi corazón se conduele al comprobar que, mientras tenemos tantos motivos que nos invitan a llevar nuestras aptitudes al más alto grado de desarrollo, nos contentamos con ser enanos en la obra de Cristo. Dios desea que todos sus obreros crezcan hasta alcanzar la estatura perfecta de hombres y mujeres en Cristo. Donde hay vitalidad, hay crecimiento; este último atestigua la presencia de la primera. Las palabras y las acciones dan testimonio de lo que el cristianismo realiza en favor de los discípulos de Cristo. Cuando cumpláis la tarea que os es asignada, sin reñir y sin criticar a los demás, vuestro trabajo será acompañado de una libertad, de una luz y potencia tales que ello dará un carácter peculiar y una poderosa influencia a las empresas e instituciones con las cuales estéis relacionados. Recordad que no estáis en una posición ventajosa cuando estáis de mal humor y cuando pensáis que es vuestra obligación llamar al orden a todos los que se os acercan. Si cedéis a la tentación de criticar a los demás, señalarles sus faltas y demoler lo que ellos hacen, podéis estar seguros de que no haréis vuestra parte noblemente y como corresponde. En un tiempo como éste, todo hombre que ocupa un puesto de responsabilidad y todo miembro de la iglesia debe procurar que todo rasgo de su obra esté en perfecto acuerdo con las enseñanzas de la Palabra de Dios. Por una vigilancia incansable, oraciones fervientes y palabras y acciones cristianas, debemos mostrar al mundo lo que Dios quiere que su iglesia sea. Desde su elevada posición, Cristo, el Rey de gloria, la Majestad de los cielos, vió la condición de los hombres. Tuvo compasión de los seres humanos, débiles y pecadores, y vino a la tierra para mostrar lo que Dios es para el hombre. Dejando su corte real, revistiendo su divinidad con los velos de la humanidad, vino personalmente al mundo para labrar en nuestro favor un carácter perfecto. No eligió morada entre los ricos de la tierra. Nació en la pobreza, de padres humildes, y vivió en el despreciado pueblo de Nazaret. En cuanto tuvo edad suficiente para poder manejar las herramientas, contribuyó con su parte al sostén de la familia. Cristo se humilló para encabezar a la humanidad, para afrontar las tentaciones y sobrellevar las pruebas que los hombres deben arrostrar y soportar. Debía conocer lo que la humanidad debe arrostrar de parte del enemigo caído, a fin de saber cómo socorrer a los que son tentados. Y Cristo ha sido hecho nuestro Juez. No es el Padre el Juez. Tampoco lo son los ángeles. Nos juzgará Aquel que se revistió de nuestra humanidad y vivió una vida perfecta en este mundo. El solo puede ser nuestro Juez. ¿Os acordaréis de ello, hermanos y hermanas? ¿Lo recordaréis también, vosotros los predicadores? ¿Y vosotros también, padres y madres? Cristo se revistió de nuestra humanidad para poder ser nuestro Juez. Ninguno de vosotros ha sido designado para juzgar a otros. Todo lo que podéis hacer es corregiros a vosotros mismos. Os exhorto, en el nombre de Cristo, a obedecer la orden que os da, de no sentaros jamás en el sitial del juez. Día tras día, este mensaje ha repercutido en mis oídos: “Bajad del estrado del tribunal. Bajad de él con humildad.” Nunca antes ha sido tan necesario como ahora que renunciemos a nosotros mismos y carguemos cada día con la cruz. ¿Hasta qué extremo estamos nosotros dispuestos a dar pruebas de abnegación? En el primer capítulo de la segunda epístola de Pedro, hallaréis esta recomendación: “Vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, mostrad en vuestra fe virtud, y en la virtud ciencia; y en la ciencia templanza, y en la templanza paciencia, y en la paciencia temor de Dios; y en el temor de Dios, amor fraternal, y en el amor fraternal caridad.” 2 Pedro 1:5-7. Estas virtudes son tesoros admirables. Hacen al hombre “más precioso que el oro fino.” Isaías 13:12.

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